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Por Jorge Galíndez (*)

Las sirenas comenzaron a sonar intimidantes en todas las calles de Burlington, un pequeño pueblo del medio oeste de los Estados Unidos a orillas del río Mississippi. Ubiquémonos en el invierno de 1967, durante esos años el conflicto de Vietnam desafiaba a los cultores de la “Guerra Fría” amenazando en convertirla en la Tercera Guerra Mundial [1].

En la escuela donde estaba terminando mis estudios, todos estábamos educados para distinguir según el sonido de las alarmas a qué tipo de situación deberíamos prepararnos. En esa zona son frecuentes los tornados y las tormentas de nieve, pero esta vez sin dudas la alarma indicaba que estábamos bajo un ataque nuclear.

Disponíamos de solo seis minutos para llegar al refugio subterráneo, que previamente teníamos asignados donde había agua y comida. A mí, me tocó ubicarme debajo de un teatro a varias cuadras de la escuela.

En medio del ruido ensordecedor de las sirenas salimos ordenadamente caminando sobre líneas de colores pintadas en el piso, que nos guiaban hasta llegar al lugar donde teóricamente estaríamos a salvo.

Sin correr, pero a paso firme, como nos habían aleccionado, llegamos pálidos a la puerta de acero que nos conducía a un espacio vacío, de paredes fortificadas. Una vez allí nos sentamos en cuclillas para ocupar el menor lugar posible, pusimos la cabeza entre las piernas y esperamos en silencio.

Minutos después, las sirenas se calmaron y luego de unos segundos se escuchó una alarma mucho más amigable, que nos indicaba que el peligro había pasado. Ordenadamente volvimos sobre nuestros pasos siguiendo las mismas líneas y, en poco rato , estábamos en clase otra vez. Todo había sido un simulacro.

Pocas veces en nuestro hospital se han realizado simulacros de emergencias. Solo recuerdo uno que, organizado por la Administración Nacional de Aviación Civil (ANAC) en mayo de 2023, fingía un desastre aéreo en el Aeropuerto “Islas Malvinas” de Rosario.

Estaba todo muy “cantado”, ya que previamente habíamos sido avisados, por lo que lo que más me asombró fue la muy buena representación de los actores voluntarios que semejaban “heridos”.

A todas las respuestas, tanto de los siempre fundamentales paramédicos y los nuestros propios, las viví como carentes de esa adrenalina, que solo se expresa ante reales y críticos momentos. Es cierto que algunos pocos lograron sumergirse en la situación, pero sin dudarlo la mayoría de nosotros miramos el espectáculo como lo que fue: una ficción.

Tampoco son habituales los simulacros dentro del mismo hospital. Es habitual que, cuando una situación aparece inesperadamente (como, por ejemplo, un paro cardíaco en una cola de pacientes esperando para retirar un medicamento de la Farmacia), el personal más cercano al hecho se muestre voluntarioso, pero lo más probable es que las respuestas sean inorgánicas y desordenadas, que pocos sepan cómo responder correctamente, y conocer dónde están los equipos necesarios y cómo usarlos.

Siempre pasado el momento, viene la autocrítica, se remarcan los errores cometidos y se insiste en la necesidad de que los llamados simulacros tengan protocolos bien definidos. Seguramente, alguien cumple con elaborarlos; para luego en la vorágine del trabajo diario y, al no tener continuidad, quedarán extraviados en algún cajón. Veamos por un momento una aproximación conceptual a la idea de simulacro.

Diríamos que son prácticas que ponen a prueba los protocolos y la capacidad de respuesta coordinada de todos los actores, comprometiendo además a la población general, activando mecanismos preestablecidos mediante un plan previamente aprobado y basado en las experiencias de situaciones ya vividas.

Estos ejercicios deben ser luego evaluados y difundidos para realizar todas las correcciones que sean necesarias.

No sabemos cuándo será la próxima vez que tendremos una emergencia sanitaria; pero casi puedo asegurar que estamos predestinados a volver a empezar con la misma buena voluntad y compromiso, pero sin el conocimiento propio que deja la experiencia.

A fin de ser positivo, veo con mucho agrado los esfuerzos que, aunque insuficientes, se realizan para la capacitación en RCP y otras emergencias a la población general.

Llevado el tema al terreno imaginario, o no tanto, de una nueva pandemia de características más agresivas y de corto lapso vuelvo a preguntarme, como lo hice en mi libro “Ya no es tan grave”, si la reciente experiencia del Covid, y las no ya tan cercanas de Gripe A y el desafío que nos presentó el Sida en los años 80, habrán servido para no repetir errores o seremos incapaces, otra vez, de aprovechar las experiencias pasadas. Al respecto, siempre recuerdo una frase: “Sí querés conocer el futuro, lee a los clásicos”.

Volviendo a mi vieja historia en Burlington, del análisis posterior del simulacro, nos informaron que tardamos ocho minutos y treinta segundos en llegar. De haber sido un hecho real, hubiéramos estado todos muertos. (Jackemate.com)

 

(*) Jefe del Servicio de Clínica Médica del Hospital Escuela Eva Perón

[1] Este hecho ocurrió durante mi estadía en los Estados Unidos, que como parte del programa de American Field Service, que me becó, como estudiante secundario, entre cientos de postulantes de todo el mundo para residir durante un año en un hogar norteamericano conocer “desde adentro” la cotidianidad de esa sociedad, en la que en ese momento se conjugaba su condición de primera potencia mundial y el estado de ebullición propio de aquellos tiempos. Esto resultó una experiencia muy valiosa para mis años posteriores generando en mí un crecimiento intelectual, que me permitió a partir de allí entender mucho más el mundo que nos toca vivir y entender que nuestro punto de vista tan sesgado nos lleva a analizar los acontecimientos globales desde nuestra mirada local sin analizar otros puntos de vista que en muchos casos son más determinantes en decisiones globales

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