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Por Jorge Galíndez

Por alguna extraña razón, o no tanto, hay pacientes que han quedado grabados en nuestras mentes y que recurrentemente sin mediar razón alguna surgen en nuestros pensamientos para recordarnos esos momentos en el que nuestros caminos se cruzaron por un corto lapso y que ya nunca más pudimos dejarlos ir.

Nada de esto sucede en forma deseada o planificada, todo lo contrario, y seguramente cuando los acontecimientos ocurrían no percibimos ni imaginamos la importancia que esos momentos iban a tener y el lugar privilegiado que ocuparían en nuestros recuerdos.

Difícilmente sea un sólo paciente el que se instaló definitivamente en nuestra conciencia pero tengo la seguridad de que sí tuviéramos que elegir uno, seguramente pocos dudarían cual fue ese paciente que nunca olvidaremos.

De la charla con muchos colegas sobre el tema surge mayoritariamente que ese recuerdo está íntimamente ligado a una sensación de culpa relacionada con algo que hicimos, dejamos de hacer o a una equivocación lamentable.

Otros evocan situaciones trágicas y tan inexplicables e injustas que sellaron una imagen, una palabra o un gesto, en nuestra conciencia para siempre. Los menos evocan situaciones graciosas, enredos propios de una comedia o escenarios difíciles de explicar para alguien que no vivió el momento. Sin embargo, todos coinciden que son “cosas” de las que nunca hablan incluso con sus más cercanos.

Durante años me he preguntado porque nuestro intelecto eligió ese momento, ese detalle o esa anécdota cuando seguramente hubo numerosas situaciones que acontecieron con características similares o incluso más contundentes que esta que nos persigue en el tiempo.

Herida narcisista! pontifica un colega recordándome las tres “ofensas” infligidas al orgullo y a la vanidad de los hombres.

La primera -la planetaria- fue cuando tomamos conciencia que la tierra no era el centro del mundo; luego, la zoológica, cuando hubo que aceptar que el ser humano tuvo su origen en el reino animal y la tercera, a la que aludía nuestro amigo, es la generada por el psicoanálisis, que en una extrema simplificación nos revela que no somos dueños de nuestras motivaciones, y obramos en función de designios ignorados.

Tomar conciencia que no somos todo lo perfecto que nos imaginamos nos afecta profundamente tanto como a aquel Narciso, de la mitología griega que, a fuerza de mirar su reflejo en un lago acabó por caerse dentro y morir ahogado.

Daniel O., fue un niño de seis años que a fines de los años 70 recibimos en nuestra Sala de Terapia Intensiva derivado de una pequeña localidad del norte de Santa Fe, donde había sido intervenido originariamente por una simple apendicitis.

Ingresó muy grave, fue reintervenido en diversas oportunidades y su posoperatorio fue una constante sucesión de complicaciones que pusieron a prueba todos nuestros esfuerzos y conocimientos para salvarle la vida durante casi dos meses.

Cuando ya todos creíamos en nuestro éxito y estábamos seguros de que su mejoría era definitiva una madrugada, como cualquier otra, llamó a la enfermera, a quien hoy todavía recuerdo perfectamente por su nombre, Libertad y le dijo “Libertad, tengo friito” y sin dar tiempo a nada se nos fue de entre las manos para siempre… Este es el paciente -que yo- nunca olvido. (Jackemate.com)

 

(*) Jefe del Servicio de Clínica Médica del Hospital Escuela Eva Perón

 

 

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