Por Ricardo Marconi (*)
Hugo Orlando Villán, de 45 años, cadete de la hamburguesería “Burger House», ubicada en Piazza al 400, de Villa Gobernador Gálvez, fue acribillado al quedar en medio de una balacera contra el comercio. El local gastronómico estaba amenazado y ya había sido atacado en marzo de 2021. La víctima, que era padre de cuatro hijos, trabajaba en Paladini y hacía lo propio desempeñándose como delivery para tener un ingreso extra, ya que estaba haciendo una obra en su vivienda.
“Burger House”, había recibido intimidaciones el fin de semana cuando “los cuatro sicarios llegaron en una camioneta blanca y empezaron a disparar contra el local. Hugo estaba en la ventana y recibió los disparos. No sabíamos de boca del dueño qué estaba pasando, aunque escuchamos rumores de personal de la cocina que le habían pedido que tomara alguna precaución”, comentó un compañero de la víctima.
Los encargados del delivery habían resuelto esperar, el domingo por la noche, los pedidos en la vereda de enfrente. Los compañeros de Hugo agregaron que “él llegó un ratito tarde porque había concurrido a la iglesia con su esposa y cuando se fue a anunciar al trabajo llegaron los tira tiros y dispararon”.
La mayoría de los que esperaban los pedidos se tiraron debajo de los autos para salvar su vida. Se secuestraron 16 vainas servidas calibre 9 milímetros y las investigaciones recayeron en el fiscal Adrián Spelta.
Implicancias
No se denuncian lo suficiente “en voz alta” las implicancias de la presunta participación de la política y empresarial de nuestra región en el negocio del tráfico de drogas.
Los magistrados federales que han participado en la investigación de causas sobre narcotráfico tendrían claro que hay tres niveles de participación en el negocio: El trafiadicto, el vendedor y el narcotraficante con mayúsculas.
Los que casi siempre caen son los “soldaditos”, los que se encuentran en los bunkers al momento del procedimiento y algún dealer.
Ha quedado en la prehistoria de los procedimientos narcos aquellos en los que se perseguía con ahínco a quienes fuman o venden marihuana a gran escala, como en la época de los 80 y la venta de la cocaína “pura” es difícil de adquirir, ya que las mezclas con otros elementos químicos. Era la única manera de poder venderla más barato ante un poder de compra limitado a aquellos que tienen un buen vivir.
Si nos introducimos en un túnel del tiempo ficticio, quien accede a esta columna seguramente recordará como un hecho saliente el ocurrido en 1992 con la detención del colombiano “Reda” al momento en que intentó cambiar 10.000 dólares falsos en el Banco Nación. Había empezado a ser notorio el tráfico de drogas ilegales y la llegada de los colombianos a Argentina para generar estafas.
En una crónica de una revista de Rosario, al ser entrevistado declaró un magistrado que “La elite nunca cae”. El tiempo lo dejó, como en el fútbol, en “posición adelantada”, ya que varios capos de bandas que se hallaban libres, terminaron esposados y condenados a cadena perpetua, por lo que, seguramente debieron aceptar el juicio final tras las rejas.
Ese mismo juez dio a entender que “la policía mueve una parte del negocio de la droga, la prostitución y el juego clandestino. Hay mucha hipocresía”, ya que la droga no respeta las clases sociales y menos los horarios·.
El historiador Jorge Ossona tuvo el coraje de opinar que “los capos que administran negocios de las drogas operan también en la política, fundamentalmente para el blanqueo, utilizando casas en alquiler, supermercados, predios comunitarios, remiserías, galpones de chatarras y acopiadores de residuos reciclables. Son el núcleo de la organización productiva de la cocaína y coadyuban los gerentes que se contactan con los intermediarios peruanos de la pasta base, bajo la forma de ladrillos, tizas y cápsulas, elementos que transportan las mulas”. (Jackemate.com)
(*) Licenciado en Periodismo – Postítulo en Comunicación Política