Por Ricardo Marconi (*)
En los valles de Licia, en la Anatolia de la Edad Media se transitaba el siglo IV D.C., momento en que el obispo cristiano Nicolás de Bari –nacido cerca del 280-, estaba enfrascado en transformar la ciudad de Myra, situada en la costa mediterránea de la actual Turquía en una capital cristiana.
Nicolás era hijo de una familia acaudalada y creció resistiendo los deseos de su padre para que siguiera los pasos comerciales de la familia en la zona del Mar Adriático, mientras que su madre pretendía que fuera sacerdote como su tío, el obispo de la ciudad.
La peste destruyó el dilema al llevarse a sus padres mientras hacían lo indecible para ayudar a los enfermos de la urbe.
El joven, conmovido por la situación de su ciudad ante semejante enfermedad, repartió sus bienes entre los necesitados y partió hacia Myra para vivir con su tío.
A los 19 años era sacerdote y más tarde, al dejar este mundo su tío, fue elegido para reemplazarlo como obispo.
De Nicolás se cuentan cientos de historias e incluso se habla de milagros y sus bondades para con su comunidad, la que por él tenía admiración por lo que lo convirtieron en santo patrón de Grecia, Turquía, Rusia y Lorena (Francia).
Su relación con los niños nace en una de las historias que indica que alguien acuchilló a varios de ellos y, entonces el santo rezó por ellos y obtuvo su curación casi inmediata. Pero, además, Nicolás tenía especial inclinación por los pequeños.
También fue nombrado Patrono de los marineros, porque, cuenta otra historia, que, estando algunos de ellos en medio de una terrible tempestad en alta mar y viéndose perdidos, comenzaron a rezar y a pedir a Dios y “a nuestro buen obispo Nicolás, sálvanos”.
En ese momento la figura de San Nicolás se hizo presente y calmó las aguas. Su mítica fama de repartidor de obsequios se basa en otra historia, que cuenta que un empobrecido hombre padre de tres hijas no podía casarlas por no tener la dote necesaria.
Al carecer las muchachas de la dote, parecían condenadas a ser «solteronas». Enterado de esto, Nicolás le entregó, al obtener la edad de casarse, una bolsa llena de monedas de oro a cada una de ellas.
Se cuenta que todo esto fue hecho en secreto por el sacerdote, quien entraba por una ventana y ponía la bolsa de de oro dentro de los calcetines de las niñas, que colgaban sobre la chimenea para secarlos.
Se cree que el paso de la imagen de San Nicolás a la de Santa Claus sucedió alrededor del año 1624. Cuando los inmigrantes holandeses fundaron la ciudad de Nueva Ámsterdam, más tarde llamada Nueva York, obviamente llevaron con ellos sus costumbres y mitos, entre ellos el de Sinterklaas, su patrono (cuya festividad se celebra en Holanda entre el 5 y el 6 de diciembre)
Canonización
El tiempo transcurrió inexorable y Nicolás fue canonizado, convirtiéndose en el San Nicolás navideño, con lo que se transformó su ciudad en un importante sitio de peregrinación del Imperio Bizantino, durante un período cercano a los 800 años hasta que desapareció.
La urbe fue sepultada bajo 5 metros de lodo, procedente del río Myros, quedando a nivel de la superficie sólo la iglesia de San Nicolás, porciones de un anfiteatro romano y tumbas cavadas en las colinas.
Tuvieron que deslizarse 200 años para que Myra reapareciera y un lapso más del tiempo para que en el 2009 arqueólogos, utilizando radares de penetración terrestre, revelaran anomalías que sugerían la existencia de muros y edificios enterrados, dando muestras inequívocas que bajo la superficie había edificaciones.
Alrededor de setecientos días después (2011) se inició la excavación y luego de un largo y minucioso trabajo salió a la luz nuevamente una impresionante capilla del siglo XIII, sellada en un maravilloso estado de conservación.
Los estudiosos de la arqueología, a cargo de los trabajos, se encontraron inopinadamente frente a una cruz talada inserta en uno de los muros que proyectaba su forma en el altar cuando el sol iluminaba el lugar.
Y, en su seno, se encontraba un fresco de intensos colores, poco habitual en los trabajos artísticos de Turquía.
Del asombro, los arqueólogos pasaron a la esperanza de hallar, bajo tierra, a Myra intacta, al igual que lo sucedido con Pompeya.
Edad de Bronce
Nevzat Cenik, arqueólogo de la Universidad de Akdeniz, quien se hallaba al frente de las excavaciones, deseaba tener la oportunidad de reflotar la grandeza de una de las ciudades más poderosas con cultura autóctona, cuyas raíces databan de la Edad de Bronce.
Había sido Myra ocupada por los persas, helenizada por los griegos y finalmente controlada por los romanos. Su capilla había sido edificada en el siglo V de nuestra era y se estimaba que albergaba reliquias que eran la atracción de peregrinos de la cuenca mediterránea.
También, lamentablemente, Myra fue un llamador de invasores como los árabes, que atacaron la urbe en los siglos VII y IX, así como los turcos selmúcidas en el siglo XI, quienes se apoderaron de la ciudad tras producir una matanza. Para el siglo XIII el lugar fue casi abandonado completamente.
Décadas después, intensas lluvias sellaron el destino de la ciudad, por lo que se presumía que el sedimento acumulado gradualmente, cubría las porciones superiores de la capilla.
En lugar de ello, con excepción de la bóveda del techo, su preservación resultó consistente, desde el piso al techo.
El fresco de la capilla ahoyada resultó impresionante, teniendo una altura de dos metros donde se presenta la décesis (oración) en griego con María y Juan Bautista sosteniendo rollo de textos griegos.
Gran parte de Myra yace ahora bajo edificaciones modernas en Demre, Turquía, por lo que los arqueólogos no saben, a ciencia cierta, donde proseguir las excavaciones.
Los últimos habitantes de la ciudad que nos ocupa, parecen haber observado la subida de las aguas antes del colapso y empacaron -antes de irse hacia rumbos desconocidos-, casi todos los artefactos por lo que dejaron con las ganas a los saqueadores y a los arqueólogos. (Jackemate.com)
(*) Licenciado en Periodismo – rimar9900@hotmail.com