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Por Ricardo Marconi (*)

El cielo se iluminó como nunca e inmediatamente la localidad de Castle Bravo retumbó aquel día de 1954. Fue, sin duda, la más potente de las explosiones de las 67 pruebas nucleares detonadas por EE.UU. en las Islas Marshall, un remoto atolón en el Océano Pacífico, totalmente desocupado de sus miles de habitantes por el Ejército norteamericano.

Los habitantes fueron –luego de arduas conversaciones y promesas-derivados a otras islas, con ofrecimientos de regreso tras las pruebas, a sabiendas que no podrían ser cumplidas. Hay imágenes históricas que muestran a soldados estadounidenses, bajo los frondosos árboles de las islas, dialogando con los lugareños a los que trataban de convencer, incluso, una docena de expertos en derecho internacional.

A partir de allí se iniciaron requerimientos para que el Tribunal Internacional de Justicia dispusiera el inicio de conversaciones para firmar un Tratado de No Proliferación Nuclear que prohibiera los arsenales nucleares para evitar la destrucción masiva y concluir con la carrera de armas nucleares.

Muchos analistas saben que las probabilidades que alguna potencia acate la resolución, firmado en 1968, son minúsculas, aunque admiten que la acción ayuda a esclarecer un asunto tan serio como espinoso, aunque no tenido en cuenta.

En ese año, cinco potencias –Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y China-, se pusieron de acuerdo en poner fin a la carrera armamentista para negociar seguidamente un desarme total.

India, Israel y Pakistán, no firmaron y Corea del Norte lo abandonó y, lo que es más grave, continúa avanzando en el desarrollo de armas nucleares, mientras amenaza permanentemente a otros países.

Obviamente, la amenaza con armas de destrucción masiva, así como las de corto y mediano alcance, es incompatible con los derechos humanos.

El 14 de agosto de 2019, el mundo tomó conocimiento que, en una base del Mar Ártico, Moscú ordenó la evacuación de la zona, aunque luego desistió, tras admitir la una fuga de radiación en el distrito Nyonoksa, en la región de Severoaninsk, donde explotó un misil a propulsión nuclear, según el Kremlin, mediante el vocero de Vladimir Putin, Dmitri Peskov.

La explosión había acontecido en una base secreta, donde murieron instantáneamente cinco empleados de la Agencia Nuclear Rusa Rosatom y dos militares, quienes comandaban las investigaciones y pruebas de armamento con fuente de energía nuclear, según la compañía que operaba en la zona. En cercanías del lugar donde se produjo la explosión hay un poblado de sólo 500 habitantes, quienes de inmediato fueron sacados del lugar con un tren.

El incidente del misil fue considerado en los gobiernos de las restantes potencias como uno de los peores de Rusia desde Chernobyl, aunque en una menor escala. l stock de yodo de las farmacias desapareció en horas para limitar los daños que se excedieron en más de 20 veces a lo habitual. Hay que tener en cuenta que el límite en Rusia era de 0,6 microsienerts/hora, pero llegó a 1,78.

Opiniones de expertos

El director del Centro Nucler Federal de Rusia, al tiempo de la explosión era Vyacheslav Solovyov, quien hizo declaraciones públicas argumentando sobre las fuentes de energía “a pequeña escala, con el uso de materiales fisionables”.

Putin tiene el poder de generar una tragedia planetaria

Expertos occidentales consideraron en sus evaluaciones que se trataba del misil 9 M 730 “Burenestuik”, cuyo motor atómico da un alcance ilimitado y vuela a una altitud que elude radares, lo que está prohibido por no cumplir con el tratado “INF”, firmado por el ex presidente Donald Trump, quien por ese entonces dijo que “Estados Unidos cuneta con tecnología similar, pero más avanzada”.

La inteligencia norteamericana involucró en la explosión a un prototipo de lo que la OTAN llamó el SSC-x-9 Skyfall, un misil crucero que, según Putin, “llega a cualquier punto de la Tierra por estar alimentado con un reactor nuclear que elimina las limitaciones de distancias”.

El Skyfall –trascendió-, se lanza al aire y puede tejer un camino impredecible a una baja altitud, lo que lo hace imparable para interceptores norteamericanos existentes en California y Alaska, cuya misión es la de precisamente interceptar ojivas de misiles balísticos intercontinentales en el espacio.

Renuncia  

Washington renunció el 2 de agosto de 2019 al Tratado INF, suscrito en 1987 por el ex presidente Ronald Reagan y por el ruso Mijail Gorbachov, que prohíbe el uso de armas de alcance intermedio y Rusia se retiró del acuerdo, que fue un emblema de la época de la Guerra Fría.

El Pentágono supervisó el lanzamiento de un misil crucero desde la isla de Jan Nicolás, California, el que impactó a una distancia de 500 kilómetros, en el lugar establecido con precisión.

Vale subrayar que Rusia, en 1987, tras negarse a cumplir el acuerdo INF, no destruyó los misiles SSC-8, que según sus militares “no llegaba a los 500 kilómetros”, lo que es incomprobable, ya que ellos decían que sus misiles tenían un rango de 450 kilómetros. La Organización del Tratado del Atlántico Norte estimó que el SSC-8 ruso tiene un alcance real de 2.500 kilómetros, son del tipo Crucero y difíciles de rastrear. China, tras comprobar la retirada estadounidense del acuerdo decidió reconstruir su arsenal de misiles de alcance intermedio y se estima que posee cientos de ellos.

Estados Unidos contaba, en el rango aludido, con los misiles Pershing II, en una cantidad aproximada de varios centenares, a ambos extremos de Europa, con llegada en minutos a sus objetivos, sin posibilidades de ser interceptados. Equilibrándose de esa manera el terror. (Jackemate.com)

 

(*) Licenciado en Periodismo – Postítulo en Comunicación Política

 

 

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