Hora local en Rosario:
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“El pasado no es una colección de fechas, nombres o referencias de reinos, imperios o gobiernos aplastados. Ni siquiera es una lista de amantes, amigos, algunas veces conocidos o lugares. Tal vez la idea que con más precisión  lo defina sea la fuerza, una que moldea, configura y modula”. (De Ana Igareta, Arqueóloga especialista en historia, becaria del CONICET)

Esa noche, el transitorio interventor- ocupante de la gobernación de Santa Fe, almirante Garzoni, mientras sostenía las amarillentas -de viejas- cortinas de su oscuro despacho, miraba abstraído los últimos haces de luz que se abatían sobre la plaza San Martín de Rosario,   recordaba el momento en que había tomado la decisión de designar al capitán de navío Pedro Favarón, el 6 de octubre de 1955.  Se lamentaba sinceramente. Le había cagado la carrera al ponerlo al frente de la  policía rosarina.

Todavía se sentía angustiado cuando recordaba a aquella encargada de la secretaría de su despacho en Santa Fe, quien con evidente preocupación  le comunicaba telefónicamente  que el capitán de navío había sufrido un accidente de aviación, en momentos en que  la nave en que se hallaba se había estrellado sobre un lateral de la pista, bajo una intensa lluvia,  al intentar decolar del precario aeropuerto de la localidad de  Paganini.

El avión de la Marina expresó su estado de ánimo con el ruido ensordecedor de sus motores. Piloto y copiloto, expertos aviadores presagiaron  que algo no andaba bien en el aparato. Sin embargo, incomprensiblemente  siguieron adelante con los actos preparatorios, mientras infinitas  gotas chorreaban  sobre el frente y laterales de la cabina.

Realizaron las verificaciones de rigor a nivel de los instrumentos y en la lluviosa  noche iniciaron el carreteo, luego de ser autorizados por la torre de control. Favarón, inquieto, presintió también que algo no funcionaba correctamente, aunque los controles indicaran otra cosa.  La experiencia y el instinto  impactaron  frontalmente con la realidad.

El avión militar aceleró pero no logró ascender. El viento frontal se lo impedía como se fuera un muro de concreto a vencer, escuchó el ruido del tren de aterrizaje golpeando sobre la pista  y el accidente fue la resultante final.  El piloto, casi a oscuras, erró el cálculo y condujo el avión hacia el barranco, deteniéndose, por milagro, junto a pequeñas  olas que besaban el fuselaje semidestruido. El marino sufrió heridas y lesiones de diversa consideración e incluso la fractura de una de sus piernas.

El agua arreciaba mientras los rayos iluminaban el horizonte cuándo los colaboradores de Favarón, que se habían quedado al borde de la pista hasta que el avión decolara, se dirigieron corriendo en el barro  hacia los hierros retorcidos para  extraer, no sin esfuerzo,  a los ocupantes del aparato.

No transcurrió mucho tiempo para que los asistentes de Favarón, empapados y embarrados hasta las pestañas, ingresaran a los tripulantes heridos al Sanatorio Parque, donde el traumatólogo Sgorosso intervino quirúrgicamente al capitán de navío.

Garzoni, al tanto de los sucesos, se comunicó  con sus superiores y estos le  ordenaron, de inmediato, que pusiera de inmediato al mando al segundo a cargo, esto es al capitán de fragata ® José María Kurtzemann, a quien le fue leída la Orden del Día Nº 74, del 14 de diciembre de 1955, que en su articulado señalaba en el Título 1º, Sección 2da, Capítulo III, Inciso 4º, ítem1º, del presupuesto 1955756, Oficial 3º: Se designa Secretario General de la Jefatura de Policía del Departamento Rosario, al señor Capitán  de Fragata (RE) Luis María Kurtzemann, clase 1914, M.I. 1.122.56.

El documento original fue firmado por el propio Favarón, quién, pasada la tormenta, regresó apesadumbrado a Buenos Aires. De inmediato, Kurtzemann designó como subjefe de Policía, al teniente de navío ® Manuel Carullón –fallecido en Brasil el 23 de junio de 2003-; como interventor de Talleres y Armería al teniente  de corbeta ® Horacio Artundo y como ayudante del jefe policial e interventor de la C.GT., al comandante de Gendarmería Román Suracci. Al grupo se sumó el doctor José María Maidágan, quien actuó como asesor letrado.

Como jefe de Policía, Kurtzemann estampó por primera vez su firma en la Circular Interna policial Nº  6 del 12 de marzo de 1956…

… Y una semana más tarde creó la Agrupación Cuerpos, que integró con hombres provenientes de la Guardia de Seguridad de Caballería, Guardia del Departamento Rosario, del Cuerpo de Bomberos, Policía Motorizada de Tránsito y de la Sección Perros, organismos que quedaron en su conjunto al mando del comandante de Gendarmería Nacional Jorge Sabatini.

El 22 de marzo del 56, el comisario de Órdenes Pablo Quiles, a través de la Circular Nº 2, solicitó a Kurtzemann que impartiera órdenes e instrucciones al personal de oficiales y tropa “Con respecto a la disposición publicada  en la Orden del Día Nº 43, del 22 de febrero del corriente (1956), que se refería a la designación de los señores oficiales de la Gendarmería Nacional,  adscriptos a la intervención nacional, para cumplir las funciones de inspectores generales. Entre las designaciones  aludidas se encuentra la del 2º comandante Francisco Nure, para cumplir funciones en la ciudad de Rosario”.

 Fueron estos, quizás, los primeros vestigios de una estrecha relación entre marinos y gendarmes que generarían, entre otras cosas, la asunción de mandos superiores en la Policía por parte de gendarmes como el “Carnicero Verde” Feced, que produciría estragos en Rosario y su zona de influencia, dejando un rastro de muerte, motivo por el cual algunos en el tiempo lo llamarían el Ghegis Kan de Rosario, ya que por donde pasaba no quedaba nadie vivo.

Apenas se instaló en la Jefatura, Kurtzemann armó y comenzó a conducir el grupo denominado “Defensa Activa de la Democracia”, cuyos componentes se instalaron en el sector oeste del organismo de seguridad, al lado del despacho del jefe de la unidad.

Gualberto Venecia, -días antes de morir y como aporte al trabajo que el lector tienen en sus manos- le señaló a quien esto escribe que “desde esa oficina salían los hombres que detenían peronistas y los hacían desaparecer luego de torturarlos”.        

El que veintidós años más tarde sería el capitán de navío ® José María Kurtzemann había  nacido un 20 de junio de 1914, en la ciudad de Paraná. Muy joven, se trasladó a Rosario junto a su padre, José Luciano, de origen francés,  más precisamente de la región de Alsacia y Lorena, quien fue enviado por sus superiores como contador del Ferrocarril Francés Rosario-Puerto Belgrano junto a su madre, María Emilia Dutri y sus hermanos Enrique Manuel y Carlos Alberto.

El militar inició y culminó sus estudios primarios en la Escuela “Domingo Faustino Sarmiento”, ubicada en Buenos Aires 975 de Rosario y el secundario lo cursó en el Colegio Nacional Nº 1, donde llegó a terminar el tercer año. Ante los ansiosos y reiterados pedidos de José María, sus padres decidieron luego inscribirlo en la Escuela Naval de Río Santiago, de donde egresó en 1936.

A partir de 1937 inició el viaje de finalización de estudios a bordo de la “Fragata Sarmiento”, tras lo cual se graduó con altas calificaciones, motivo por el cual se lo designó Tambor Mayor –una imagen del joven militar, con el tambor y los palillos se encontraba sobre el escritorio de trabajo del estudio jurídico de su hijo- y ya en pleno servicio profesional ocupó un puesto como ingeniero maquinista. Su viaje de formación lo llevó  a México, en el estado de Quintana Roo – el paraíso de las tempestades-,  a bordo de la fragata.

Enamorado, contrajo matrimonio en l938, siendo su circunspecto suegro Manuel Meyer, un juez del Crimen. Y de allí en más,  su carrera profesional lo llevó a ser profesor en la Escuela Naval para  pasar luego  a formar parte del acorazado “Rivadavia”, así como del torpedero “San Juan”.

Sus obligaciones militares  lo llevaron  a Estados Unidos, desde donde regresó al mando del  buque “Bahía Tetis”, aunque posteriormente también navegó en el rastreador “Fournier” hasta un año antes que el mismo se hundiera.

Luego, cumplió funciones en la División Materiales de la Marina, en Buenos Aires y en la División Transportes de la Base Naval de Puerto Belgrano. Durante dos años, desde enero de 1952 hasta el mismo mes de 1954, siendo asignado a la Comisión Naval, con asiento en Londres, Inglaterra, donde cumplió funciones como jefe del área técnica.

En la capital inglesa, me dicen que en secreto, adquirió materiales para la Marina, con el objetivo de optimizar el funcionamiento de las naves argentinas –algunas fuentes de este periodista señalan que, además, le habían ordenado realizar algunas tareas  de inteligencia- y  hasta 1955 revistó en el “General Belgrano” como jefe del área Máquinas, tras regresar de Europa, donde había sido enviado.

El marino, actuando ya como jefe policial en Rosario, parecía no cansarse nunca. En horas de la madrugada, con datos reservados, que le aportaban diariamente los “Comandos Civiles”, llegados de la mano del interventor militar en la provincia, -Favarón, su ex jefe-, ya  recuperado físicamente – salía de improviso a realizar operativos para detener malvivientes, intervenir locales del Partido Comunista y supervisar el funcionamiento de las seccionales. 

Alto, flaco, de bigotes finos, enérgico y con condiciones de mando, vestido de fajina, se alteraba cuando, en algunas oportunidades, “al inspeccionar de madrugada  una comisaría, era atendido en la madrugada por un preso que hacía las veces de oficial de guardia. Esa misma noche la seccional era intervenida”, apuntó al autor una fuente cercana al marino.

La Providencia  tenía para él una decisión tomada. Enfrentarlo con dureza a la necesidad de actuar -contra su voluntad según dicha fuente-, como mandadero de la violencia institucional, ya que la Revolución Libertadora inició una etapa dentro de las fuerzas policiales: la de llenar sus puestos jerárquicos con militares antiperonistas. Este mecanismo, en Rosario, sería la punta de la lanza de la que sería la futura lucha antisubversiva.

En el agobiante  diciembre del 55 el barrio La Florida y el cordón industrial era el territorio de combate  de Luis Piacenza, jefe civil  del grupo resistente y su cabeza ideológica, enfrentado al poder central. Como colaboradores inmediatos  se hallaban Victorio Cardinale y  un militante, de apellido Abramor. Así se inició un plan más ordenado y sistemático para  resistir a las fuerzas oligárquicas, según la visión del “espía de entrecasa” Piacenza.

El “Chancho” Lucero, otro componente de la Resistencia se reunió secretamente, en la zona  norte de Rosario con  el rubicundo  general Enrique Lugand y el teniente coronel Frascogna, quien insistió, si era necesario, “en hacer volar la Fábrica de Armas de Borghi” que dirigía -escribo estas líneas y pienso en la devastación de Río Tercero-. Ese mismo mes, Lucero se reunió con  Valle y Piacenza.

No pasó mucho tiempo para que el general  Valle llegara a Rosario, a concretar los actos preparatorios en una reunión confidencial y limitada que se llevó a cabo en Zelaya 1136, entre Maciel y Darrragueira.

Caía la tarde sofocante cuando, tras ingresar por la esquina de Zelaya y Darragueira, los complotados accedieron a un jardín y posteriormente, ya en el centro de manzana, se introdujeron en una casilla del ferrocarril, de origen inglés,  propiedad de la familia Ducrós.

De la primera reunión participaron  Valle, Lugand, Picenza y Lucero, este último en nombre de la Juventud Peronista. Cardinale, temeroso, pegó el faltazo.

“Todavía conservo la mesa que utilizamos para reunirnos y conversar. Allí me entero de la consigna que se difundiría a todo el país”, memoró Lucero mientras se acariciaba su barba entrecana en una entrevista con el autor.

“Tras escucharla teníamos que tomar las radios y las comisarías como pudiéramos, ya que teníamos muy  pocas armas “recordó Lucero. La reunión clandestina con un entorno de semioscuridad, como era de esperarse, tuvo una duración de varias horas.

Allí se definieron los objetivos a alcanzar: tomar el gobierno, llamar a elecciones y llevar como candidato a Valle, tras lo cual se convocaría a Perón para ofrecerle la presidencia. Años más tarde –1973-, salvando las diferencias, el mismo mecanismo para concretar reuniones,  tuvo como protagonista a “El Tío” Héctor José Cámpora.

Esa misma noche se tomó la decisión: el santo y seña sería “en la madrugada se cortan las frutas”.

Valle estuvo con posterioridad en Rosario en tres oportunidades, siempre de manera clandestina y en la reunión antes  referida se despidió  de todos  palmeándoles la espalda mientras repetía una y otra vez: “La lucha es por la vuelta del general”.  

La campaña a favor del regreso de Perón se desató en base a pintadas y volanteadas, fundamentalmente en los barrios. En las noches, ocultos en los pliegues de las sombras de calles deshabitadas, cientos de militantes  con una brocha en una mano y un tacho de pintura o brea en la otra, se arriesgaban a caer presos de uno a tres años, ya que el régimen no perdonaba.

“Muchos arrugaron”

Como ocurre muchas veces entre los argentinos, al llegar la noche de la convocatoria, llovieron las decepciones. Muchos luchadores por Valle se quedaron bajo las sábanas, en posición fetal,  aún en los casos en que los iban a buscar y les pateaban las puertas para que salieran.

“Muchos arrugaron”, me dijo el “Chancho” Lucero y por eso varios  planes no pudieron llevarse a cabo, a pesar de los compromisos asumidos.

Al caer la oscuridad, con el crecimiento de las sombras, los rebeldes de reunían en casas ingresando temerosamente  de a uno…

La intención era simular  que en la vivienda todos dormían. Mientras, otros, se auto convocaban en velatorios, a los que el jefe de área los citaba por teléfono para organizar los operativos.

Para disimular, se hacían pasar por amigos del finado y hasta  saludaban acongojados a los deudos, quienes no sabían que el muerto tuviera tantos amigos.

Lo propio hacían algunos ya  viejos periodistas de Rosario, más acá en el tiempo, pero con otro objetivo mucho más prosaico: tomar café con  masitas y bocaditos gratis, mientras contaban cuentos. Eso sí, también saludaban a los familiares del fallecido  con fingida amargura,  por la pérdida del amigo. Pero esto es harina de otro costal.

A pesar de que los “luchadores de base” caían detenidos a montones, el compromiso de nuevos participantes de la Resistencia era permanente, revitalizante. Algunos, incluso, hasta  empezaban a aprender tiro con armas de puño.

El mismo “Chancho” era convocado por su madre, a las 5 de la mañana de cada día, para entrenar con su revólver.

“No vaya a ser que llegue el día de la Revolución y no tengas puntería”, le repetía mientras, paralelamente le servía un humeante café con leche.

Una noche de película

El “Chancho” se comprometió políticamente, una vez más,  en la noche del 9 de junio del 56 a participar de una de las habituales reuniones clandestinas, en este caso en el cine “Ocean”, de avenida Rondeau. 

Debía reunirse en las penumbras del cine, mientras fingía ver la película, con un joven que pretendía ingresar a su hermético grupo.

Lo propio decidiría luego el comisario de la seccional 16ta. Ricardo Julio Díaz – conocido  entre sus camaradas como “El payaso” y otros dos muchachos, de apellidos Rojas y Paredes.

Al salir del cine Ocean, en plena avenida Rondeau,  Lucero, a través de uno de sus compañeros militantes, se entero que estaban convocando a los componentes del grupo del que participaba.

Es así que uno de los simpatizantes –Scaramuzino- tomó el compromiso de recoger armas  y dejarlas en el lugar acordado, esto es un jardín de Gurrruchaga al 900.

Pero sus miedos internos pudieron más y a pesar que obtuvo una bolsa llena de armamento, -muchas escopetas oxidadas-, tras dejarlas en el lugar preestablecido, no avisó al grupo que había cumplido su misión  y obviamente, los destinatarios de las mismas no fueron a buscarlas.

El dueño de casa encontró con las primeras luces del día siguiente las armas en su jardín escarchado, mientras Scaramuzino ya estaba en camino a las islas entrerrianas, lugar que había elegido para esconderse.

Marcial Martínez, con la inexperiencia de sus 16 años, pero con un valor a toda prueba, acercó un machete, mientras el comisario Díaz, mediante engaños encerró en una celda  con candado a los policías bajo su mando  y  se cargó  14 Mauser junto al sumariante Gil, con quien se unió al grupo resistente. Altieri, un rebelde de la zona sur aportó una ametralladora.  

“Luis D. Piacenza, Barinaga, Jurjo- por ese entonces delegado de la Mixta- Lo Píccolo y Putero, como había sido organizado, se dirigieron a la planta transmisora  de Radio Splendid –hoy Radio 2- para concretar su toma por la fuerza y desde allí iniciar la propalación de proclamas en las que se convocaría a la población a plegarse a la asonada, bajo la denominación “La Voz del Movimiento de Recuperación Nacional“.

La primera  proclama se emitió a las 23.25. Allí estuvo el locutor Recio, ya comprometido con el grupo, quien se encargó, junto al ya aludido Jurjo, a leer los textos que decían: “Las horas dolorosas que vive la República y el clamor angustioso de su pueblo, sometido a la más cruda y despiadada tiranía, nos ha decidido a tomar las armas para restablecer en nuestra Patria el imperio de la libertad y la justicia, al amparo de las constitución y las leyes”.

Esa noche la última frase fue estamos recibiendo el bautismo de fuego”, relató meditabundo  Lucero al autor, entre sorbo y sorbo de te cargado, acompañado de un matrimonio amigo entrado en años.

El dirigente gremial Héctor Quagliaro recordó que “la noche del alzamiento del general  Valle yo había ido al cine Roma. Al salir me crucé al bar de enfrente a tomar un cortadito.

En ese tiempo jugaba al fútbol en Las Parejas y, mientras estaba allí, se tomó la planta de LT2 y escuchamos las arengas.”, escribió  Hugo Alberto Ojeda en su libro “Quagliaro la vida de rosarino”, y agregó que a hermanos del dirigente se los llevaron presos por hacer “miguelitos” con papas cruzadas con clavos que quedaban siempre con la punta hacia arriba.

A todo esto, en un allanamiento, ordenado por el jefe de policía Kurtzemann,  al  hermano menor de Quagliaro le encontraron una bolsa de papas preparadas bajo la cama y el que fuera dirigente de ATE, a pesar de ello dejó claro que ese policía “fue mucho más benévolo que Feced”.

El  Palacio de Jefatura esa noche  fue un manicomio. Conocido el movimiento  generado por la Resistencia local, Kurtzemann avisó al marino interventor Garzoni de lo que estaba sucediendo, mientras –paralelamente- el dueño del restaurante La Comedia –el único que se mantenía con las puertas abiertas las 24 horas- tras escuchar la proclama por radio LT2, le avisó lo que estaba sucediendo al teniente coronel  Hebling, jefe del “11 de Infantería”, quien cenaba habitualmente milanesa con papas fritas  en el lugar.

El militar, mirando a los ojos al cocinero Ramón Reguera, le dijo mientras limpiaba sus boca con la servilleta desgastada y manchada: “Este tipo de jodas no se hacen”.

Pero al ser advertido por Reguera que no lo estaba jodiendo, arrojó la servilleta ajada en la mesa con fuerza y salió como un misil del comedor iluminado por una luz mortecina.

Un grupo de gendarmes se dirigió a recuperar la plata transmisora  de Radio Splendid, pero debió detener su avance al ser recibido por una andanada de bombas Molotov, generando ello, a su vez, un intercambio de disparos por espacio de dos horas aproximadamente

Los hombres vestidos de verde lograron avanzar mientras los componentes de la Resistencia retrocedían palmo a palmo hasta agruparse en una casilla existente en la planta.

Allí, mientras los hermanos Roldán, -hijos de un comisario-, junto a otros componentes de la Resistencia huían, se quedó Jurjo entreteniendo con disparos aislados a los gendarmes, quienes para terminar con la situación de una buena vez, ametrallaron  el entretecho de la casilla obligando al militante a rendirse.

Igual destino les tocó a Barinaga, Lo Píccolo, Putero, el comisario Díaz, Sobrino Aranda y Gil.

Mientras tanto, otro puñado de hombres de la Resistencia, tras advertir de lo sucedido a sus contactos en Santa Fe, Paraná y Rafaela, fue atrapado en la central telefónica Sarrratea, ubicada en la zona norte de la ciudad –Alberdi- donde habían intentado anular las comunicaciones de toda la ciudad.

Allí fueron detenidos Lucero, Marcial Martínez y otros jóvenes, quiénes sólo tenían en su poder un revólver calibre 32, sin balas y escopetas. Su destino no fue otro que el Palacio de Jefatura. Como estaba previsto, tras producirse el lanzamiento de la proclama pro Valle en Rosario, un grupo de militantes armados tomó por la fuerza un tranvía y se dirigió hacia el Regimiento 11 de Infantería”.

“No lograron su objetivo –aseguró el doctor Maidágan-[1], por ese entonces asesor legal del jefe de la policía de Rosario- ya que fueron interceptados por un grupo de policías encabezados por el propio Kurtzemann, quienes detuvieron a los rebeldes –militantes que se reunían habitualmente en el club La Carpita, en la zona oeste de Rosario- y los condujeron, utilizando el mismo tranvía, hacia el Polígono, en  los altos de la Jefatura, localizado en Santa Fe al 1950, donde permanecieron detenidos 200 componentes de la Resistencia, hasta que concluyó la asonada fallida, momento en que se dispuso su libertad”.

Las indagaciones, que realizó el autor para confirmar los dichos de Maidágan, demuestran que el entrevistado, al menos, se equivocó, ya que  quienes actuaron como componentes del grupo seguidor de Valle, expresaron puntos de vista disímiles.

El Polígono donde hora tras hora eran llevados  nuevos componentes de la Resistencia, se tornó irrespirable.

Los militantes, sentados en cueros y transpirando, presagiaban que en pocas horas se decidiría su suerte. Sentían que la visita de la muerte era un hecho inexorable.

La nómina de los condenados a muerte por fusilamiento no se hizo esperar: Nicolini, Díaz, Gil, Lo Píccolo, Putero, Lapetina, Morales, Oscar Lucero –hermano de Juan-, quien trabajaba en la Fábrica de Armas de Borghi; el periodista Osvaldo Mainetti, Menéndez, los hermanos Piacenza, Marcial Martínez, Bonamelli y el propio Juan Lucero, junto a otros seis detenidos.

Con el correr de las horas cayó arrestado el dirigente  Carmelo Corazza, que también fue  derivado al Polígono, dónde ante la burla de los detenidos, los marinos les intentaron nombrar  a militares como abogados defensores. Como la cargada fue mayúscula Kurtzemann, avergonzado,  desistió.

A la mañana siguiente, desde el Polígono, a las 12 del mediodía, bajo un sol que rajaba la tierra, partió la comitiva de los condenados en un ómnibus. El destino era el cuartel del 11 de Infantería, donde se realizaría el fusilamiento masivo.

Los 21 condenados a ser abatidos partieron vigilados por colimbas a cargo de un mayor de apellido Gentili, un nacionalista católico que, como sus entristecidos soldados, no compartió la decisión de llevar a cabo la matanza.

El colectivo avanzaba a baja velocidad. Se pretendía alargar los tiempos y hasta el propio Gentili meditaba en el viaje acerca de mecanismos que le permitieran aplazar el criminal acto, aunque más no fuera por algunas horas.

Así llegaron a la intersección de  San Martín y el Bulevar 27 de Febrero, donde Gentili, fingiendo sentir ruidos extraños en el colectivo, ordenó la detención del mismo y con un hierro descendió del vehículo para verificar el estado de los neumáticos, tras lo cual ordenó revisar el motor.

Luego, al comprobar que todo estaba en orden, dispuso, muy  su pesar,  la continuación del viaje que a los pocos metros se interrumpió nuevamente, pero en este caso por causas no controlables por el Ejército: antes de trasponer  las vías debieron permitir que un tren carguero cruzara San Martín.

Los minutos parecían una eternidad y, a pesar de que era el mes de junio, a Gentili le caían gruesas gotas de sudor por el rostro, gotas que iban cargadas de bronca y odio hacia sus superiores.

Finalmente, al trasponer la puerta principal del cuartel, los condenados vieron a sus familiares intentando ingresar al lugar y Gentili, con muy pocas fuerzas morales, ordenó  acelerar el colectivo y entrar  por la parte posterior del “11 de Infantería”.

Ya en el interior del cuartel, los cabecillas de la Resistencia  fueron obligados, uno al lado del otro y esposados,  a formar una fila en la Plaza de Armas. 

En un sector parquizado con hojas amarillentas por doquier y bajo un silencio sepulcral, los militantes con infinita pesadumbre vieron llegar  al coronel Magni, un masón que disfrutaba por el momento que le estaba tocando vivir.

El “Chancho” comenzó a rezar; su hermano Oscar y Menéndez estaban blancos como si su rostro fuera de yeso, mientras el comisario Díaz la iba de serio; Nicolini no pudo evitar verter algunas lágrimas, mientras que Martínez, con la mochila de sus 16 años, mostró la increíble fuerza espiritual que lo sostenía.  

Lentamente comenzaron a ubicarse los oficiales  que formaban parte del pelotón. Jurjo iba a ser el primero en caer, cuando Martínez, imprevistamente, comenzó a gritar que iba a morir con la panza vacía y sin poder ver al partido de Central y Boca  que se jugaría esa tarde.

“Esta es la juventud que nos dejó Perón”, reputeaba Magni a los gritos. De pronto el jefe de la tropa cambió de opinión.

-¡Usted! ¡un paso al frente! … el militar se dirigió a Marcial.

Un soldado desconsolado se adelantó y le vendó los ojos, tras lo cual le ató las manos en la espalda. Por el cerebro de Marcial pasaban, agolpándose los hechos más salientes de su vida que ya estaba a punto de irse mezclada con su propia sangre.

Ya estaba todo casi perdido. Pero, de pronto, a la distancia, el coronel Magni, los componentes del pelotón y los propios condenados vieron venir corriendo, a los gritos, al oficial Gentili. Boqueando y sin saludar, le espetó a su superior “fusilaron a Valle y ordenaron detener las ejecuciones”.

La oficialidad católica, obligada a hacerse cargo de la decisión   homicida de sus superiores respiró hondo mientras bajaba las armas. Gentili, ya con más aire en los pulmones repartió cigarrillos Saratoga 10 entre quienes salvaban milagrosamente sus vidas… por el momento. 

“A cara de perro, por los momentos que los habíamos hecho pasar, los milicos nos hicieron  ascender nuevamente al colectivo y en pocos minutos, nos llevaron nuevamente a la Jefatura, donde nos pegaron de lo lindo”, relató el “Chancho”.

“A Marcial –agregó-le dieron un botinazo en el pulmón y con el correr de las horas, el traumatismo se le infectó internamente. En el tiempo, debido a ese golpe perdería el pulmón.

El propio Lucero recibió, de los brutales gendarmes –ancestros institucionales de Feced, del que tendremos oportunamente mucho por decir-, impactos en el cráneo y en el tórax.

Los militares, ya con el grupo resistente en el Polígono, decidieron enviar al mismo a la Cárcel de Encausados de Zeballos y Ricchieri, dónde hacinados más de 300 hombres,-entre los que se hallaban otros componentes de la Resistencia como Di Marco, José Pardal y Cuello- fueron derivados a un galpón que habitualmente hacía las veces de iglesia el que se convertiría en un hediondo depósito de seres humanos”.

Había finalizado una fase y comenzado otra que, en otro momento, relataremos minuciosamente. (Jackemate.com)

 

(*) Licenciado en Periodismo – rimar9900@hotmail.com

 

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