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Por Ricardo Marconi (*)

Nació como Heinz Alfred Kissinger en Fürth, Baviera, Alemania, el 27 de mayo de 1923, en una familia de judíos alemanes y en plena descomposición de la experiencia socialista de la República de Weimar, con bandas de extrema derecha y de extrema izquierda que luchaban en las calles, teniendo como marco económico una abultada deuda externa fruto del Tratado de Versalles que obligaba a Alemania a pagar los gastos de la Primera Guerra Mundial y a los que el país hizo frente con una emisión descontrolada y una hiperinflación galopante que derrumbó la economía del país.  

Entre bambalinas, Adolfo Hitler afilaba sus garras, cuando Kissinger tenía dos meses de vida en julio de 1923 y el dólar, que costaba 17.972 marcos, el que pasó a valer 350.000; costaba 1 millón de marcos en agosto, 4 millones a mitad de aquel mes y 160 millones a finales de septiembre.

A sus quince años, Kissinger, ya con Hitler encaramado en el poder como canciller del Reich, con el nazismo en pleno apogeo, con la persecución a los judíos, amparada por las leyes raciales y con las sombras de otra guerra en el horizonte europeo, se mudó con su familia a Nueva York.

El joven Heinz estudió en el City College y se introdujo de lleno en Harvard para estudiar Ciencias Políticas. Pero en 1943, a sus veinte años, fue reclutado por el Ejército, que iba a aprovechar su alemán fluido en la larga batalla por la reconquista de Europa.

Además de convertirlo en ciudadano estadounidense, el ejército lo hizo sargento y lo incorporó como uno de sus agentes en los servicios de inteligencia militar. 

La noche anterior a la renuncia, Kissinger tuvo que lidiar con un presidente alcoholizado y con el jefe de personal de la Casa Blanca, general Alexander Haig, que amenazaba violar la Constitución del país.

Durante los quince meses que duró su gestión en la Casa Blanca, entre mayo de 1973 y agosto de 1974, Haig fue, al decir del fiscal especial del caso Watergate, León Jaworski, Kissinger era “El 37° presidente y medio de Estados Unidos”. Nixon era el presidente 37°.

El golpe previsible 

Aquella noche espectral del 8 de agosto de 1974, previa a la renuncia de Nixon, Kissinger debió frenar los deseos de Haig de rodear la Casa Blanca con tropas del Ejército en previsión de lo que, juzgaba, era un “golpe de Estado” en marcha impulsado por el Congreso.

Esa misma noche, Nixon quiso reunirse con Kissinger. El Secretario de Estado lo encontró sollozando y bebido, con un vaso de whisky en la mano. Mantuvieron un largo diálogo reconstruido en su libro “The Final Days – Los días finales” por los periodistas del Washington Post, Bob Woddward y Carl Bernstein, que habían revelado la trama del Caso Watergate.

En el tramo final de esa dramática conversación, Nixon dijo a Kissinger: “Henry, vos no sos un judío ortodoxo y yo no soy un cuáquero ortodoxo. Necesitamos rezar”. Ambos se arrodillaron en la alfombra azul de la Casa Blanca y Nixon, entre lágrimas, preguntó a nadie: “¿Qué he hecho? ¿Qué es lo que pasó?

Después, antes de volver al whisky, pidió a su secretario de Estado: “Henry, no le digas a nadie que lloré y no fui fuerte”. Al día siguiente, la renuncia del presidente, una sola línea, estaba dirigida a Kissinger. 

Henry, el artífice 

Henry Kissinger, el funcionario norteamericano más importante que condujo la política exterior  durante la Guerra Fría y artífice de las acciones políticas, sociales y hasta militares de la Casa Blanca, con sus luces y sombras, dejó de existir a los 100 años y seis meses de vida en su residencia de Connecticut.

Por momentos se distinguió  por ser delicado diplomático en las situaciones críticas y, en otras oportunidades, fue criticado por sus adversarios  al momento de pretender  convencer a sus enemigos  para hallar la pacificación en Medio Oriente y en Vietnam.

En 1952 se graduó Kissinger con una tesis que anticipaba su futuro: “Paz, Legitimidad y Equilibrio”. Permaneció en Harvard como director de Estudios Especiales, un programa inventado por él mismo, sustentado por  la Rockefeller Brothers Foundations.

En 1955 inició su ascendente carrera política en el Consejo Nacional de Seguridad, el primer escalón hacia la Casa Blanca a la que llegó en 1961, durante la presidencia de John Kennedy. Fue partidario y asesor de la carrera política de Nelson Rockefeller como gobernador de Nueva York y como precandidato a presidente por el partido republicano en 1960, 1964 y 1968.

Los mandatarios del país del Norte, debieron recurrir a él como última alternativa  en la década del 70, al momento de intentar EE.UU.,   concretar  relaciones diplomáticas con China.

También fue convocado para frenar  la influencia  soviética, a la vez que fue considerado como  un estratega  de primerísimo nivel para enfrentar  acechanzas políticas, sociales y militares.

Fue despreciado por justificar a sangrientas dictaduras  en América Latina, cuando permitió que la CIA tomara acciones represivas que llenaron de sangre a miles de inocentes.

Recibió de la familia Rockefeller el aprecio suficiente, permitiendo ello que  le fuera costeada su carrera universitaria en Harvard y el devolvió lo recibido influyendo  para que Nelson Rockefeller fuera vicepresidente de Estados Unidos en el período  1974-1977.

Ocupó Kissinger la secretaría de Estado y fue asesor de Seguridad Nacional del gobierno de Richard Nixon, enmarcando su gestión con un mundo equilibrado, aunque vigilando el mismo desde un escalón superior para que los duros años de la Guerra Fría no fueran más violentos de lo que fueron.

Es más, debió luchar contra la psicología difícil de Nixon, quien lo tuvo a su lado en sus dos presidencias, destruidas finalmente  por el caso Watergate.

Tras abandonar la Casa Blanca terminó siendo un hombre de consulta en momentos en que el país debía tomar decisiones, como en los casos de los dos Bush –padre e hijo-, quienes requirieron de sus servicios. Actuó  como asesor de Bush hijo cuando Al Qaeda destruyó las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de setiembre  de 2001.

El poder detrás del trono 

Seguramente el lector recordará que Nixon se hizo cargo del poder prometiendo terminar con la Guerra de Vietnam, pero tomar esa decisión implicaba  pasar a la historia como el primer presidente  de Estados Unidos que perdía una guerra.

Nixon lo hizo Consejero de Seguridad Nacional y lo convirtió en su alter ego ni bien asumió como presidente, en enero de 1969. Kissinger unió así en una sola sus dos vocaciones, la seguridad y la diplomacia, y se convirtió en el súper ministro de la administración Nixon.

Fue también el hombre que sobrevivió a todas las purgas que desató la compleja personalidad del presidente y quien contuvo y administró su constante paranoia, un mal que iba a terminar con su mandato y con su carrera política.

Así, EE.UU. propuso  la vietnamización de la guerra con el retiro de las tropas norteamericanas para dejar el conflicto  en manos de los vietnamitas, emprendiendo conversaciones de paz con Vietnam del Norte, no sin antes, mientras se realizaban los “diálogos de paz”, bombardear  Laos y Camboya, a sugerencia de Kissinger, quien había indicado que con ese mecanismo se cortaban los suministros  de alimentos y armas  que le llegaban al Vietcong, a través de la “Ruta de Ho Chi Minh”. La resultante fue la muerte de centenares de miles de cadáveres civiles. 

Viaje secreto 

Kissinger viajó secretamente a París en varias oportunidades para acordar la paz y el retiro posterior de las tropas estadounidenses de Vietnam, con lo que él y Duc Tho ganaron el Nobel de la Paz en 1973.

Así y todo, la lucha terminó en 1975 con la entrada del Vietcong en Saigón, capital de Vietnam del Sur. Le Duc Tho devolvió su Nobel avergonzado. Kissinger se lo quedó.

Su juicio empezó a ser muy valorado y fue el factor que lo convirtió en consultor de varias empresas, entre ellas la gigantesca corporación industrial Rand, proveedora del Ejército americano.

Henry Kissinger junto a Jorge Rafael Videla 

Henry Kissinger con el presidente de facto Tte. Gral. Jorge Videla

Los éxitos diplomáticos de Kissinger en Oriente y, de alguna forma, también en Europa, no tuvieron correlato con su política para América Latina. En 1970, según revelaron las conversaciones telefónicas desclasificadas entre Nixon y Kissinger, por entonces secretario de Seguridad, ambos conspiraron para impedir la asunción del socialista Salvador Allende, electo ese año en Chile, y para derrocarlo tres años después.

A través del embajador americano en Santiago, Edward Korry, y de agentes de la CIA, Estados Unidos alentó una serie de disturbios previos a la llegada al poder de Allende que derivaron en el asesinato del comandante en jefe del Ejército chileno, general René Schneider, durante un intento de secuestro a manos de un grupo de ultraderecha, pocos días antes de la investidura de presidencial.

Con cierta candidez, -y no era un hombre cándido-, Kissinger confesó en sus memorias que luego, Nixon había destinado cuarenta millones de dólares de aquellos años para “hacer crujir la economía chilena”, que de verdad crujió en los años siguientes. Con un lenguaje más formal, Kissinger firmó el ya famoso “Memorándum 93″ sobre Seguridad Nacional, titulado “Política respecto a Chile”.

Documentos secretos 

En las copias secretas enviadas a la CIA, al Departamento de Estado, al Departamento de Defensa, el Pentágono, y al equipo de asesores militares de Nixon, Kissinger estableció “una postura fría y correcta en público”, y a la vez “ejercer la mayor presión posible sobre el gobierno de Allende” a fin de evitar su consolidación.

El memo detallaba una serie de medidas económicas diseñadas para apoyar el esfuerzo de Estados Unidos en “hacer saltar la economía” de Chile, como había pedido Nixon y como recuerda el historiador Peter Kornbluh en su “Pinochet – Los Archivos secretos”.

Kornbluh también revela que el diálogo entre presidente y secretario de Estado podía ser más descuidado, más basto y ramplón; más “nixoniano”, si cabe. Narra Kornbluh que al final de una de las reuniones en las que se decidió el golpe contra Allende, Nixon instruyó a Kissinger: “En Chile vale todo. Patéenles el culo”. “De acuerdo”, fue la respuesta.

Doce días después del sangriento golpe militar que el 11 de septiembre de 1973 derrocó a Allende, que se quitó la vida en la Moneda, Nixon nombró a Kissinger secretario de Estado.

Kissinger respaldó dictaduras 

En esta parte del continente, sacudida en esos años por la violencia política, por el accionar en varios países de grupos guerrilleros de izquierda y de grupos paramilitares y parapoliciales, Kissinger respaldó las más violentas dictaduras militares.

Sus detractores lo responsabilizan si no en el diseño, sí en la tolerancia del Plan Cóndor, el trabajo en común de varios servicios de inteligencia y de grupos paramilitares que secuestraron y asesinaron a miles de militantes y simpatizantes de izquierda en Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay, Bolivia y Brasil.

La central de inteligencia de Estados Unidos actuó en decenas de operativos encubiertos con la aprobación del llamado “Comité 40″, que presidía Kissinger, y que reunía a ejecutivos y jefes militares del Departamento de Estado, de la CIA y del Pentágono, encargado de analizar “avances y proyecciones del comunismo internacional”.

Entre 1976 y 1977 la estrella de la CIA en América latina era el famoso general Vernon Walters, protagonista de “Misiones discretas”, como tituló a su autobiografía. Ese año, la Agencia de Inteligencia de Estados Unidos estuvo en manos de George W Bush, que sería luego vicepresidente de Ronald Reagan entre 1981 y 1993 y presidente de Estados Unidos entre 1989 y 1993.

El 10 de junio de 1976, dos meses y medio después del golpe militar en la Argentina que derrocó a Isabel Perón y ya con el general Jorge Videla instalado como hombre fuerte del “Proceso”, Kissinger dialogó con el entonces canciller de la dictadura, almirante César Guzzetti.

Los documentos desclasificados del Departamento de Estado revelaron que, en esa ocasión, Kissinger avaló la represión ilegal, los secuestros y asesinatos que el poder militar había desatado en el país. “Si hay cosas que tienen que hacer, háganlo rápido y vuelvan lo antes posible a la normalidad”, dijo entonces a Guzzetti, reunidos ambos en Santiago de Chile donde se realizaba la Asamblea General de la OEA.

Para entonces, y luego de otros tantos viajes secretos a Pekín, el secretario de Estado ya se movía con los hábitos de un espía y con una cautela que hoy sería casi imposible de mantener, Kissinger abrió la puerta de las relaciones diplomáticas y comerciales con la China de Mao Tsé Tung.

Se entrevistó en 1971 con el entonces primer ministro Chou En Lai y facilitó el viaje de Nixon a ese país en 1972, apenas doce años después de que Nixon, que había sido vicepresidente de Dwight Eisenhower y había perdido las elecciones presidenciales de 1960 frente a John Kennedy, jurara que un eventual gobierno suyo jamás entablaría relaciones con China comunista.

Kissinger vio en China un gigantesco cliente para los productos de Estados Unidos y un contrapeso para el poderío de la URSS, con la que de igual modo negoció con éxito los tratados de control de armas nucleares.

Con Nixon reelecto en 1972, Kissinger se convirtió en la figura más fuerte y decisoria de su gobierno hasta que el huracán Watergate, el encubrimiento que hizo Nixon del asalto a la sede central del Partido Demócrata en Washington, asalto que el propio Nixon había tolerado y financiado, la posterior sospecha de que el presidente había obstruido la Justicia y había dejado grabada en cintas magnéticas esa decisión, y el juicio político que derivaría de esa sospecha cuando era casi ya una certeza, llevaron a Nixon a convertirse en el primer presidente de los Estados Unidos en renunciar, el 9 de agosto de 1974.

Fue el poder detrás del poder, un estadista frío y calculador, de profundos odios personales como el que expresó siempre hacia el socialista chileno Salvador Allende, al que contribuyó a derrocar y que mantuvo aun después de la muerte de Allende en el Palacio de la Moneda en 1973.

Tal fue su éxito personal en solventar aquel sangriento golpe que abrió las puertas en Chile a la dictadura de Augusto Pinochet Ugarte, que a los pocos días de la caída de Allende, Nixon lo hizo secretario de Estado.

Pasarán años antes que el tiempo y sus matices borren la huella profunda, y quién sabe si no indeleble, que Kissinger dejó en un país que no lo vio nacer, pero que sin embargo lo hizo uno de sus ciudadanos y políticos predilectos.

Definiciones 

Todo lo hizo Henry Kissinger con el aura clandestina de un espía, la discreción reservada de un sacerdote y el sigilo sosegado de un diplomático ávido y calculador.

Su centenario, los cumplió el pasado 27 de mayo, estuvo coronado por un retiro discreto. A su cuenta y riesgo, intentó aconsejar, si eso era posible, a Donald Trump. Como un prestidigitador, Kissinger dio vuelta su galera que había favorecido a China en los años 70: si entonces había recurrido a Mao Tsé Tung para alterar el potencial de la URSS en manos de Leonid Brezhnev, en los años de Trump aconsejó acercarse a la Rusia de Vladimir Putin para contrarrestar el creciente poderío económico del gigante chino.

Kissinger en la China Popular de Mao Tsé Tung, en tiempos de la Guerra Fría

Lo que hizo Trump codo a codo con Putin, y sobre todo lo que Putin hizo con Trump, es una realidad que ni el propio Kissinger llegó a imaginar en sus peores pesadillas, o en sus consejos de diplomático florentino que soñaba con los Medici frente a la fatua estridencia de Trump.

De todos modos, días antes de cumplir cien años, Kissinger recordó sus años jóvenes: viajó por sorpresa a China y caminó con dificultad, apoyado en un bastón, hacia la mano tendida del pétreo Xi Jinping. 

Equilibrio de poder 

El camino político de Kissinger estuvo signado por tres palabras: “Equilibrio de poder”. Con matices, por cierto. Su tesis doctoral, “A World Restored – Un mundo restaurado”, analizó la política europea diseñada, y tallada a martillo y cincel, por el austríaco Klemens von Metternich y el británico Robert Stewart, vizconde de Castlereagh, empeñados ambos en trazar en el siglo XIX las nuevas fronteras de Europa, estremecidas por el huracán desatado por Napoleón.

De esos pozos, en especial de Metternich, bebió Kissinger para diseñar su propio equilibrio de poder: un mundo regido por las grandes potencias, a cuyos intereses deben adherir los demás estados, vigilados si se quiere, conducidos si se prefiere, con realismo y sin concesiones: “Nosotros establecemos los límites de la diversidad”, susurró Kissinger a Nixon, cuando el triunfo electoral de Allende en Chile, en 1970.

Un feroz irónico 

Una bonita historia revela el carácter de Kissinger, el ejercicio de la ironía feroz, revestida de cierto humor corrosivo y, tal vez traza también un esbozo del material con el que estuvo tallado su mundo interior.

La reveló hace ya años el periodista francés Jean Daniel -murió en 2020-, fundador de “Le Nouvel Observateur” y testigo de hechos vitales de la historia contemporánea. Cuenta Daniel que una noche, otro periodista famoso, Pierre Salinger, que había sido jefe de prensa y vocero del presidente John Kennedy, reunió en su casa parisina de la Rue Rivoli, además de a Daniel, a Kissinger y al pensador y filósofo francés Raymond Arón.

Eran los días de las negociaciones por la paz en Vietnam, que Nixon salpicaba con intensos bombardeos a Laos y Camboya. De eso se habló durante una charla vibrante y acalorada entre Kissinger y Arón, que señalaba el contrasentido de mantener reuniones de paz mientras se intensificaba una guerra que provocaba miles de muertos civiles en dos países que no eran parte del conflicto.

En un momento del intenso intercambio verbal en casa de Salinger, Arón le dijo a Kissinger: “Henry, yo no hubiese sido capaz de ordenar los bombardeos a Camboya y después irme a dormir tan tranquilo”.

Y la respuesta de Kissinger fue: “Querido Raymond, a nadie se le hubiese ocurrido encargarle a usted semejante misión”. 

Los términos de aquella charla, de aquel acuerdo tácito, fueron renovados entre ambos cuatro meses después, el 7 de octubre de ese mismo año, en la suite de Kissinger en el Waldorf Astoria de New York. Acompañaron entonces a Guzzetti el embajador argentino en Estados Unidos, Arnoldo Musich y el representante en Naciones Unidas, Carlos Ortiz de Rosas.

La transcripción de la segunda conversación entre ambos evidencia la información detallada que la dictadura argentina daba a Kissinger, y el conocimiento pleno de los entretelones de la llamada “guerra sucia” que tenía el Secretario de Estado. El que sigue es un fragmento de esa charla:

Guzzetti: -” (…) Eso no es demasiado. Señor Secretario, voy a hablar en español. Usted recordará nuestro encuentro en Santiago. Quiero hablarle sobre los hechos en la Argentina en estos últimos cuatro meses. Nuestra lucha ha tenido muy buenos resultados en estos últimos cuatro meses. Las organizaciones terroristas han sido desmanteladas. Si esta dirección continúa, hacia finales de año el peligro habrá sido puesto a un costado. Siempre puede haber casos aislados, por supuesto.”

Kissinger: -” ¿Cuándo vencerán? ¿La próxima primavera?”

Guzzetti: -” No, hacia fines de este año”

Dos años después, retirado ya de los cargos públicos, Kissinger visitó la Argentina para presentar los dos primeros tomos de sus “Memorias”, donde admitía lo de los cuarenta millones de dólares cedidos por Nixon para “hacer crujir” la economía chilena, y para ver algunos partidos del “Mundial Argentina 78″ en Rosario y en la Capital.

Años más tarde, por el accionar de su política hacia América Latina y por su implicancia en el Plan Cóndor, el entonces juez de la Audiencia Nacional de España, Baltazar Garzón, intentó investigar e interrogar a Kissinger. No tuvo éxito. Legisladores de su país y muchos de sus compatriotas también impulsaron su juicio penal en Estados Unidos. Tampoco fueron escuchados. (Jackemate.com)

 

(*) Licenciado en Periodismo – Postítulo en Comunicación Política

 

 

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