Una provincia inundada de homicidios, crímenes de lesa humanidad, corruptelas de todo tipo y pelaje, robos de guante blanco, estafas, guerras intestinas en los sistemas de seguridad, inteligencia interna realizada por bandas articuladas entre militares y civiles, violencia política descarnada desde el principio de los tiempos y el manejo del miedo, entre otras lindezas, es el trasfondo de una historia que comenzamos a desenrollar en esta columna
El trabajo de investigación pretende ahondar en el rompecabezas de la violencia social y política de la ciudad de Rosario y la mixtura de temas que la misma comprende, a partir de la decisión de fundar Santa Fe por parte de Juan de Garay.
La vastedad de hechos históricos-políticos-sociales-económicos y sus derivaciones, obligaron a quien esto escribe a subdividir la historia en varias partes para su mejor enunciación, ya que el lapso implica el detallado análisis de los actos públicos y privados, en algunos casos secretos, de más de un centenar de funcionarios de manera directa, así como de centenares de forma indirecta.
La investigación en la que tenemos previsto avanzar alcanza también, por cierto, a numerosos civiles y militares que protagonizaron circunstancialmente actos fácticos por el progreso de la referida provincia, así como de los que sembraron dicho territorio de furia, virulencia, terror, torturas y muerte.
La especie humana, quizás desde que existe, viene manifestando que deplora la violencia y ha instrumentado toda suerte de metodologías para contener sus peores estallidos y consecuencias, llegando en muchos casos a la apoteosis de la perversidad.
Un ejemplo de ello fue la tortura de niños, el aniquilamiento sistémico de dirigentes gremiales que pensaban distinto, el espionaje de profesores universitarios dedicados a despertar conciencia entre las nuevas generaciones de argentinos, psicólogos, homosexuales y judíos. Sin embargo, paralelamente, la aceptó como algo inherente a su naturaleza humana.
El deseo de matar –y mantener relaciones sexuales- ha sido admitido por nuestros congéneres como algo inevitable entre los seres humanos, siendo la variable de ajuste el hallar el modo de utilizar o contener la tendencia mortal, de acuerdo a dichas necesidades.
Tras centenares de años transcurridos, los humanos encontraron una justificación para sembrar la expiración de sus pares: La violencia al servicio de causas legítimas y provechosas como la religión y la defensa nacional.
En ese sentido, la historia del mundo está llena de ejemplos y la ciudad de Rosario no escapa al común denominador.
Se arguyó que necesitábamos severos códigos religiosos y éticos, con respaldo de la autoridad de turno y que ésta última podía apelar a la fuerza para asegurar su legítimo uso. Este punto de vista “medieval” acepta una parte “bestial” en el hombre que, por ello, se hermana con el resto de los animales.
No obstante, difiere de éstos por su capacidad de manipular su animalidad y ponerla al servicio de sus símbolos.
Innúmeras contiendas locales –algunas con implicancias provinciales y regionales- como las que serán detalladas en crónicas, en el transcurso de este trabajo y miles de muertes violentas no han servido de ejemplo para que los hombres prescindan de la idea de que es posible eliminar los actos agresivos mediante la modificación de circunstancias.
Sociólogos como Robin Fox sostienen que “el amor y la violencia son fácilmente aprendidos por nosotros, porque estamos montados para que así ocurra”.
Por ello, tras conocer los episodios que relataremos, probablemente el lector adscribirá a la postura de que la mayor parte de los homicidios ocurren entre personas que se conocen muy bien, ya que la intimidad estimula el crimen.
Ello implica, consecuentemente, una aterrorizada embestida contra la estructura social.
Cuando organizamos pandillas para atacarnos mutuamente; cuando proveemos de lo necesario a las autoridades para que opriman a los habitantes de determinados grupos religiosos o sociales, así como a los pobres, estamos dando un primer paso hacia el origen de las grandes matanzas, utilizando nuestras capacidades culturales y nuestras estructuras sociales contra los que consideramos peligrosos.
Hasta el menos informado, hoy por hoy, no puede negar que mujeres, niños y hombres son alineados al borde de fosas comunes para luego ser fusilados, de manera tal que sus asesinos no se vean obligados a “mancillar” sus manos, trasladando cadáveres hacia su destino final.
La diferencia con el pasado histórico de algunos rosarinos es la insignia que ostentan los matadores en sus vestimentas.
Hemos esquivado hasta este momento y de ex profeso, la cuestión de la agresión humana, ya que la misma no existe para antropólogos que sostienen que la misma es idéntica a la que se da en cualquier otra especie animal y surge de causas similares, a la vez que cumple la misma función.
No es otra cosa, agregan los mismos especialistas, que es una fuerza inherente al proceso evolutivo de las especies que se reproducen sexualmente.
Así la selección natural impone la competencia y es por ello que los animales deben superar a otros para emplazar su madriguera–vivienda; dominar su territorio-ciudad; obtener comida (alimentos); compañera (pareja) y predominio para intervenir en la selección natural.
En este sentido, los etólogos admiten que entre los miembros de una misma especie –en nuestro caso la humana- y una misma población, debe existir una cuota agresiva para asegurar el proceso selectivo.
Felizmente esa agresividad se manifiesta en un mecanismo “ritual” que tiende a contenerla para que no desemboque en una violencia interna autodestructiva. Esos mismos especialistas apuntan que “es necesario estimular una mínima cuota de violencia en una comunidad para que conozca cómo defenderse ante la amenaza externa.
Aldoux Huxley en su trabajo “Ritualización de la agresión”, junto a otros autores, sostiene que “Los componentes del grupo deben ser capaces de recurrir a la violencia para preservar su integridad pero, al mismo tiempo, habrán de competir entre sí de manera violenta”. Rosario es un ejemplo de ello.
Modestamente intentaremos insertar en una serie de investigaciones periodísticas como la que el lector tiene en sus manos, la construcción del miedo como arma de uso civil y estatal a partir de la toma del poder y su vertebración social desde la óptica de algunos energúmenos que considerando tener a su arbitrio “la suma de la supremacía pública” torturaron y mataron indiscriminadamente.
En mi libro “Conspiración comunicacional de gobierno de facto”, el autor, bajo el subtítulo “El miedo como construcción mediática”, explicita que “la opinión pública se ve permanentemente abrumada por datos relacionados con la violencia”, provocando ello que la misma se colme de desconfianza, ya que percibe que se quiere manipular su criterio.
Notará el lector a partir de su lectura del presente trabajo y de los que vendrán, que el Estado, en el tiempo, ha tenido todas las prerrogativas de ejercer la violencia simbólica, la que está tan arraigada y naturalizada que ya casi no se la reconoce como tal y ello implica una forma profunda de dominación. (Jackemate.com)
(*) Licenciado en Periodismo – rimar9900@hotmail.com