Por Ricardo Marconi (*)
Aquel verano de 1947 fue particular. El calor era sofocante y al arqueólogo mexicano Alberto Ruz L`Huillier (1906-1979) la transpiración le chorreaba por las sienes. Observando minuciosamente una vez más, como lo hacía habitualmente en su entorno, advirtió la existencia de una piedra de gran tamaño en el Templo de las Inscripciones.
Se conoce a ese templo como Bòlon Yj Te`Naah o “Casa de las Nueve Lanzas Afiladas o Templo I. Se secó el rostro por enésima vez y se enfrascó en la roca que estaba atravesada por doce agujeros tapiados con tapones perfectamente encajados. El arqueólogo sospechó que algo se escondía tras la piedra y ordenó levantar la Josa.
Tras unos minutos de trabajo de sus colaboradores, asombrado, vislumbró a la pálida luz del templo, una escalera que descendía hacia una oscura profundidad. ¿Hacia dónde conduciría? pensó para sí. Hasta ese entonces, no se habían hallado sepulturas en las pirámides mayas y se creía que su función era sólo contener los templos erigidos en sus cimas.
Pero este nuevo descubrimiento desconcertó al arqueólogo. La escalera soportaba gran cantidad de trozos de escombros, que comenzaron a ser retirados lentamente por la gente que acompañaba al respetado especialista, resultando ser un esfuerzo continuado durante años, ya que la galería era increíblemente extensa y estaba cubierta también de maleza y alimañas, que hacían casi imposible avanzar por ella.
Habiendo limpiado las piedras de cincuenta y nueve escalones, en 1952 fue posible descender. La escalera terminaba enfrentada a una pared. Tras estudiar la situación, a la luz de los avances del trabajo cumplido, se tomó la decisión de abrir un hueco allí para descubrir un segundo muro. Una nueva detención y evaluación concluyó con la decisión de tirarlo abajo con las precauciones del caso.
La resultante fue el hallazgo de una caja de material que contenía tres pequeñas fuentes de cerámica, tres conchas marinas y adornos de jade: Se trataba, sin lugar a dudas, de una ofrenda, pero ¿a quién estaba destinada?
Las ofrendas y la esperanza
Las mañanas que siguieron fueron ocupadas por el análisis de la situación en la que el grupo de trabajo estaba involucrado, ya que no convenía tomar decisiones apresuradas en razón de las ofrendas halladas. Ruz L’Huillier y sus colaboradores inmediatos sentían que por fin estaban por hallar algo realmente importante.
Pero todavía faltaba la prueba mayor. Frente a ellos cerraba completamente el paso una nueva pared. Un obstáculo más grande que las anteriores porque tenía nada menos que tres metros de espesor. El pasadizo era estrecho, el calor, asfixiante. Demoraron días extenuantes en poder abrir un pequeño paso en el muro. Y tras él, había una cavidad. A través de ella, visualmente, hallaron por fin lo largamente esperado: la explicación de la galería misteriosa y un hallazgo conmovedor.
Seis osamentas, los restos de cinco hombres y una mujer. Curiosamente estaban amontonados en la estrecha sepultura. No cabían dudas de que habían sido víctimas inmoladas a algún Dios sanguinario. Los restos eran de personas jóvenes, asesinadas, pero ¿por qué?
Luego se conocería que era una más de las muchas ofrendas realizadas y que este misterioso pueblo que nos ocupa tenía como costumbre inmolar a personas, cuya sangre se ofrecía para aplacar a los dioses.
Un nuevo bloque de piedra impedía el paso a los investigadores, pero los que tenían a cargo esta expedición no estaban dispuestos a dejarse vencer por el desaliento, cuando se estaba tan cerca del éxito. El arqueólogo y su gente lograron abrir un nuevo paso en la piedra monolítica y antiquísima.
Al mirar por la abertura, el explorador no podía creer lo que veía. Como Carter, frente a la tumba de Tutankamón, Ruz L’Huillier hubiera podido exclamar: “Veo cosas maravillosas”, ya que también él observó un espectáculo fantástico. Ante sus ojos tenía la visión de una gran cripta con muros cubiertos completamente por bajorrelieves, cuyo centro estaba ocupado por un monumento de piedra esculpida.
El especialista mexicano expresó: “…Se podría decir que era una gran gruta mágica esculpida en el hielo, con paredes brillantes que centelleaban como los cristales de la nieve. Delicados festones de estalactitas colgaban como los cordones de las cortinas y las estalagmitas en el suelo parecían como oscilaciones de luz de un gran cirio”.
Las formaciones calcáreas, conformadas durante el transcurso de los siglos, por encima de la gruta, daban al conjunto un aspecto mágico e irreal. Mediante un gran esfuerzo, lograron que el monolito girara sobre sÍ mismo. En ese instante en que pudieron penetrar; al fin, en el santuario, la emoción llegó a su punto máximo.
Los Nueve Señores de la Noche
La habitación medía nueve metros por tres y en ella estaban representados nueve personajes de estuco: Los Nueve Señores de la Noche, reyes del mundo infernal de los antiguos mayas. Además, dispersas, había una gran cantidad de ofrendas junto a dos maravillosas cabezas de estuco, cubiertas por abundantes cabelleras, atadas con cintas y adornadas por flores secas de nenúfares.
Sin dudas, lo más extraordinario era el gran monumento que ocupaba todo el centro del lugar, un enorme bloque de piedra que debía pesar cerca de veinte toneladas y cuya superficie estaba recubierta por una losa finamente esculpida.
El sarcófago
En esta cripta funeraria se encontró una lápida de piedra de 5 toneladas con magníficas tallas, colocada sobre un sarcófago; a la vez que en todas las paredes había relieves escultóricos que representaban a los nueve Señores de la Noche venerados por los mayas.
Dentro del sarcófago, L`Huillier descubrió los restos de un hombre alto, fallecido hacia sus 40 años. Su cuerpo y su rostro permanecían cubiertos de joyas de jade, que contrastaban con el revestimiento rojo de la tumba. Poseía una lujosa máscara funeraria, de mosaico de jade, con curiosas incrustaciones de obsidiana y nácar en los ojos.
Las tallas de la lápida del sarcófago no representan un astronauta en una cápsula espacial como asegura Erich von Daniken en su obra Recuerdos del futuro, sino que constituyen un valioso símbolo del tránsito del alma al reino de los muertos.
Y más concretamente, describen la trasformación de un jefe maya en un Dios. En el medio de la losa había una pintura de un hombre joven, adornado con gran riqueza, a quien rodeaba un exuberante decorado – signos sagrados y jeroglíficos que eran por sí solos un enigma suficiente para desvelar al descubridor-. ¿Cómo desplazarlo?
Una carrera de obstáculos
Con la salida del Sol en el horizonte, trabajaron nuevamente en muy poco espacio, bajo una ola de calor insoportable, en una cripta de aire enrarecido y sofocante. Lograron mover elementos con gatos de automóvil, fijados sobre tacos de madera.
Y ante sus ojos, descubrieron una nueva losa, un nuevo obstáculo de piedra. Ruz L’Huillier era terco, testarudo y no estaba dispuesto a retroceder hasta develar la última incógnita. Levantaron esta nueva loza para encontrar, por fin, el motivo central de tanto misterio: un esqueleto adornado prolijamente con ricas joyas.
No habían subsistido los ropajes con que había sido enterrado, sólo quedaban hilos sueltos de ellos, pero estaba cubierto de hermosos adornos de jade que refulgían en las sombras de la bóveda. El rostro del muerto estaba cubierto con una máscara funeraria de jade, una obra maestra del arte maya, con los ojos realizados en conchillas y el iris de obsidiana.
La expresión del rostro es tan realista que se puede suponer que era un retrato, una representación del rostro de Pakal El Grande en el Templo de las Inscripciones. (Jackemate.com)
(*) Licenciado en Periodismo – rimar9900@hotmail.com