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Es impúdico el tratamiento dado por la corporación política al problema de la inseguridad. No hay justos ni pecadores, sino favorecedores de un estado de indefensión del ciudadano empeorándose cuando este comportamiento es abrigado por potenciales víctimas que de  manera esotérica resisten la espada de Damocles por animosidad ideológica o la sencilla circunstancia de rebatir los hechos

En consecuencia, ni dirigentes ni vecinos negadores de la verdad deberían ser olvidados ante la incesante violencia animada por el libre albedrío de los delincuentes.

Patéticamente, ni oficialistas ni opositores están a la altura de las circunstancias para asumir la representatividad de un pueblo azorado e intimidado.

Los insondables silencios de la dirigencia ante los  delitos ejecutados en todo el territorio nacional, son de una gravedad tal que despiertan en el inconsciente colectivo la creencia de estar ante salvajes  estimulados  por operadores políticos glaciales, ello sin distinción de banderías.

¿Es acaso imperativo que la maza política sienta en carne propia para ponerse en los zapatos de los otros? ¿Es tan poderoso el sillón partidario apropiado que los transfiguran en seres indoloros, incoloros e insípidos?

El pueblo trabajador lucha por el pan de cada día, pero también lo hace urgiendo  conocer  los argumentos, las tramas, las causas  que frenan,  empantanan o retrasan la actividad del linaje político para no debatir ni tampoco advertir sobre políticas de seguridad.

Es trascendental explicar con transparencia las dudas que la confunde pues de lo contrario es incomprensible su parálisis.

Por de pronto, vayamos por un mito desmoronado arraigado en el tiempo: la idea que una mejora económica  es sinónimo de freno a la generación de nuevos delincuentes.

En los agitados  índices oficiales se significó  a más no poder la disminución de la pobreza, de la indigencia, la inclusión y de todo cuanto contrarreste la miseria, sin embargo ello no  tiene correlato con la vida cotidiana.

Otra perspectiva se funda en la aprobación  por parte del Estado, de conductas proclive a  afectar la convivencia.

El miedo para ejercer la autoridad, especulando que toda actuación estaría envuelta en rasgos autoritarios, se extinguiría  de raíz si se adoptara con pasión la  irrestricta obediencia de la Constitución Nacional.

Burócratas, enclenques simuladores, con fantasías de protectores del   pueblo trabajador, lo ningunean sin miramientos a sabiendas que justamente ese humilde pueblo es el más perjudicado por la ignominiosa indiferencia

Tomemos un modelo nimio, pero ejemplo de la conducta estatal: la “chupina colectiva”. Vemos azorados a un estado provincial y municipal, respondiendo tímidamente ante la posible concreción de actos vandálicos protagonizados por grupos de estudiantes secundarios.

Y es vacilante la respuesta, porque aunque parezca contradictorio, se recurre a la  planificación de operativos de prevención de fuerzas policiales cuando nunca debe ser así.

Esto no debe tratarse con sumisiones, sino reencausando la actitud de esos jóvenes hacia las actividades para las cuales el estado invierte  su presupuesto educativo. 

El ministerio de educación debe abrir los ojos para descubrir y aplicar los instrumentos imprescindibles y contener  el accionar de los educandos descartando por incomprensible la intervención policial.

Téngase  presente que la participación de  ésta en una problemática semejante está  desplegando un grado elevado de  impotencia   convirtiendo en inservible la pertinaz labor del personal docente y no docente.

Juguemos con la imaginación y recapacitemos. Si transitando por la  vía del quedar bien o del agobio  la provincia de Santa Fe hubiera aplicado la Ley antitabaco, los fumadores nunca habrían aceptado la norma.

Sin embargo, hoy endurecidos adictos al cigarrillo acatando la legislación  abandonan todo sitio público  cubierto llegando  la toma de conciencia hasta los ámbitos privados. Se privilegió un bien superior.

Si obramos con memoria y  confrontamos la conducta estatal durante los setenta con la actitud vigente,  nos pegaríamos una sorpresa ante una situación crítica espinoso de explicar. Hoy  tristemente quizás mueran más personas que durante el inhumano gobierno de facto, pero aparentemente, las muertes “democráticas” tendrían un barniz menos poético  que los cadáveres  políticos.

En aquellos tiempos  la vida nada valía y  se modelaba mediante el terror  pero en nuestros días no parece distinto, los forajidos  avasallan la rutina ciudadana con una dirigencia sorprendida e inerte.

Hace tiempo Juan Pueblo pregona cuan significativo le resultaría verse al corriente de las políticas de seguridad instauradas, pretendiendo  sentir orgullo de un Estado decidido a protegerlo,  pero machacar en no tomar en cuenta esta demanda es alimentar y avivar el fuego de la razonable desconfianza sobre el comportamiento individual y partidario.

Por eso, es imprescindible que la sociedad establezca de una vez por todas  las pretensiones como tal en este aspecto y recapacite si por cuatro monedas símbolo  una mejora económica, prefiere entregar la posibilidad de vivir normalmente.

Para tal cosa tenemos elecciones próximamente y si no se  investiga a los candidatos de cualquier tinte a fin de conocer cuál será la política en este sentido, después se debe ser prudente en la crítica, en el reproche. (Jackemate.com)

(*) Licenciado en Periodismo UNR

 

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