Ricardo Marconi (*)
Casi todos los argentinos, seguramente, se acuerdan donde encontraban al enterarse de que cuatro aviones secuestrados se estrellaron contra las Torres Gemelas, el Pentágono y en un campo de Pensilvania. El mundo entero vio la escena de un avión colisionando contra una de las torres y luego como una segunda nave impactaba contra la restante. También visualizó, aterrado, como las personas saltaban al vacío, encendidas con fuego, para caer al pavimento ya sin vida.
Y luego, a las dos horas, el orbe tomó debida cuenta de cómo ambos edificios se desplomaban, dejando en su caída un saldo mortal de miles de personas. Manhattan era, en esos momentos, el sinónimo de un gran horror inimaginable. El terrorismo había impactado de lleno al territorio estadounidense y había dejado a su paso más víctimas que Pearl Harbor.
Hasta el 30 de agosto de 2004, se calcularon que 2.992 seres humanos habían muerto en los cuatro ataques, mientras que el 7 de diciembre de 1941, fallecieron 2.395 personas y 1.178 resultaron heridas en el ataque japonés. [1]
Tras las explosiones del ataque terrorista, de manera inmediata, el vicepresidente estadounidense Dick Cheney fue llevado por el servicio secreto desde el ala oeste de la Casa Blanca, donde se hallaba su despacho, al ala este, donde subterráneamente, se encuentra el refugio presidencial subterráneo, un lugar construido en la época de la Guerra Fría.
Se trata de un lugar reforzado construido en el estilo de los años 50, al que se ingresa tras abrir gruesas puertas de acero que dan a serpenteantes corredores llenos de alimentos enlatados y deshidratados, literas del tipo existente en el ejército y baños químicos, a lo que debe agregarse una Sala de Situación, con teléfonos seguros y equipos para video conferencia, un dormitorio y una sala de reuniones.
Hay que agregar un túnel que conduce al exterior de la Casa Blanca, denominado “El túnel Monroe”, en homenaje a Marilyn Monroe.
El presidente estadounidense George W. Bush se hallaba, en los momentos del gravísimo episodio, en un establecimiento educativo, de donde debió retirarse urgentemente protegido por el Servicio Secreto, aunque rechazó de plano la recomendación de alejarse de la Casa Blanca para ejercer como comandante de las Fuerzas Armadas y, entre otras declaraciones, dijo: “No diferenciaremos entre los terroristas que cometieron estos actos y aquellos que les den refugio”.
La respuesta mundial fue casi unánime. Hasta los miembros de la tribu Massai, en Kenia, se unieron a una oración de compasión a favor de las sufrientes víctimas norteamericanas.
Los líderes europeos decidieron unirse a EE.UU., en la guerra contra el terrorismo global, ya que consideraron el ataque como “una declaración de guerra contra el mundo civilizado”. Hasta el presidente Putin entendió la agresión demencial como “un acto inhumano”.
La expresión diplomática
En la Organización de las Naciones Unidas se probaron resoluciones contra el terrorismo y el 12 de setiembre de 2001, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó la Resolución 1.368 y la ONU, el mismo día, hizo lo propio de manera paralela.
El 28 de setiembre el Consejo de Seguridad firmó la Resolución 1373, la más amplia contra el terrorismo en toda su historia y aprobó, sin demoras ni miramientos, el congelamiento de “los bienes o los recursos económicos y financieros de los terroristas y sus colaboradores”, a la vez lo mismo debía ocurrir con aquellos que “faciliten recursos y refugio seguro a quienes financien, planeen, apoyen y cometan actos terroristas”.
Incluso EE.UU., en noviembre del aludido año, comenzó a proveer ayuda para implementar la Resolución 1373 a los estados que no tuvieran capacidad técnica para implementar medidas antiterroristas.
El Congreso del país del Norte, el 14 de setiembre, a sólo tres días del ataque, había aprobado una resolución por 98 votos a 0 en el Senado y por 420 a 1, en la Cámara Baja para autorizar al presidente a “recurrir a fuerzas militares para que utilicen toda la fuerza necesaria y apropiada contra aquellos países y organizaciones que planearon, autorizaron, cometieron o ayudaron a concretar los ataques del 11/09/2001”.
El 8 de octubre de 2001, los máximos líderes del Congreso –de ambos partidos-, hicieron público su apoyo a la decisión presidencial de dar inicio a los ataques militares a Afganistán.
Y cuatro días más tarde, por 96 votos a 1, el Senado aprobó el proyecto que le otorgaba mayores poderes para intervenir líneas telefónicas, investigar el blanqueo de dinero y hasta controlar computadoras.
Como ya señalamos en una columna de Jackemate.com, la guerra en las sombras con el terrorismo había comenzado en 1991, cuando Osama Bin Laden arribó a Sudán.
En 1993, cuando Bill Clinton asumió la presidencia, la amenaza no era Al Qaeda, sino el terrorismo de Estado y la probable distribución de armas de destrucción masiva.
Recién en setiembre de 1993, Clinton habló ante la Asamblea de las Naciones Unidas de la amenaza terrorista y anunció la necesidad de aplicar medidas para efectivizar el control nuclear, biológico y del armamento químico, incluyendo la prohibición de la producción de material nuclear para armamento, sumándose la prohibición absoluta de pruebas nucleares y un llamado a la ratificación de la Convención de Armas Químicas, a la vez que propuso actuar contra la proliferación de proyectos balísticos, con aplicación de normas internacionales .
También pidió ajustar normas y controles a las exportaciones estadounidenses para que la tecnología mortal no cayera en manos equivocadas. [2]
Ello sirvió para mantener, parcialmente, el plan nuclear de Corea del Norte y se cercenaron los planes de Sadam Hussein, mientras que Libia entregó sospechosos de haber puesto una bomba en el vuelo 103 de ‘Pan Am’, en 1988. [3]
Antes del 11-S, los estadounidenses se sentían seguros y se hallaban renuentes a tomar medidas enérgicas contra el terrorismo como una amenaza global. Evidentemente, se subestimó la fuerza, la paciencia, la imaginación y la decisión del enemigo. [4]
Lentamente, la opinión pública advirtió que la amenaza máxima era el terrorismo y así la historia se lentificó por el accionar de demasiadas personas y demasiados organismos que supusieron que viejas reglas continuaban vigentes.
Así como que un gran país solo podía ser amenazado por un gran adversario. El mito quedó destruido en la década del 90, un tiempo en el que no se prestó atención a las advertencias de las amenazas de Al Qaeda. (Jackemate.com)
[1] Perl Harbor Memorial.
[2] Una nueva clase de terrorismo. Pág. 197.
[3] Condolezza Rice. 06/10/2004.
[4] Ex asesora de Política Exterior del ex presidente Bill Clinton, Nancy Soderberg
(*) Licenciado en Periodismo – rimar9900@hotmail.com