Por Dr. Jorge Galíndez (*)
CAPÍTULO PRIMERO
El café de media mañana en el bar del hospital era siempre un buen motivo para confraternizar con nuestros colegas. Las charlas en general poco tenían que ver con nuestra actividad específica, sino que allí hablábamos de futbol, economía, política, vida familiar, en fin, una sencilla charla de bar que todos conocemos.
Pero los miércoles era distinto ya que ese día y luego del “Pasaje de Sala Central” se nos unía, luego de la necesaria y teatralizada insistencia de nuestra parte, el augusto y digno profesor.
Alto, delgado, muy erguido, lucía un anticuado corte de pelo (conocido en esos tiempos como media americana) siempre vestido de saco y corbata ajados, pero bien cuidados, tomaba su té mientras escuchaba de nosotros, simples mortales, hablar de cosas seguramente demasiado intranscendentes y terrenales que pudieran despertar su muy digna atención.
De pronto interrumpía al eventual contertulio que estaba hablando, apoyaba su mano derecha sobre la mesa y solemnemente expresaba unas pocas palabras sobre el tema para luego levantarse cual resorte de la silla, sin esperar respuesta, comentario o acotación de nuestro parte mientras simultáneamente, estiraba su brazo izquierdo doblaba el codo y mirando su viejo reloj pulsera sentenciaba: “Me tengo que ir, buenos días caballeros”, partiendo de inmediato raudamente rumbo a vaya saber qué cosa tan importante que requería de su imprescindible y decisiva presencia.
“Allí va el señor de la última palabra” escuché decir varias veces a un, para la época, joven colega que compartía el momento.
Cierta vez viéndolo alejarse en su apurado paso recuerdo que pensé: “¿Es esto una mala copia o estoy en presencia del ocaso de los bronces?”.
Yo recién llegado de España donde había obtenido un Master en Sida con la particularidad de haber sido el primer latinoamericano de graduarse en el tema en una universidad europea era, a su consideración, poco más que un “florero” comparado con su tan majestuosa erudición.
Me costó tiempo entender su actitud de lo que hoy llamaríamos “ninguneo” para conmigo, pero finalmente la comprendí. Había encontrado su flanco débil y eso era inaceptable. Yo tenía información y conocimientos que él desconocía y sobre todo en un tema que, vaya uno a saber por qué, el despreciaba y relativizaba; el VIH.
Vayamos ahora al tema. En el ámbito de las ciencias médicas la figura del “bronce” no está totalmente bien definida, pero aplica para aquellos profesores que en lo académico se han destacado nítidamente del resto en base a sus conocimientos sobre su especialidad, su personalidad distante, altiva y aunque cueste decirlo, a veces, solamente por la simple portación de apellido.
Asimismo, justo es decirlo, en muchos casos han contribuido durante años a jerarquizar ante la sociedad la profesión y la Universidad.
Generalmente fervientes antiperonistas, acostumbrados a tomar decisiones sin consulta alguna, nunca pudieron digerir, en el ámbito de una facultad de la democracia, tener que compartirlas con docentes de menor jerarquía y mucho menos con estudiantes politizados.
Accedían a eventos internacionales
Me gustaba observarlos, mientras trataba de deducir cómo habían llegado a esa condición de “bronces”. Lo entendí tiempo después y estaba claro y a ojos vista. No eran solamente sus antecedentes y capacidad de trabajo ya que muchos otros también las tenían, sino que, poseían mayor y más actualizada información que, bien es sabido, es poder.
Accedían a eventos internacionales reservados para pocos y llegaban a sus manos prestigiosas revistas médicas que para esos años eran los únicos medios de validación de los nuevos conocimientos científicos.
La tecnología contribuyó grandemente a la democratización de la información y ese fue el comienzo del fin. Cualquiera en cualquier lugar del planeta podía ver y leer lo que fue por mucho tiempo patrimonio de unos pocos.
Hoy para destacarse y ser respetado es necesario, además de poseer las imprescindibles cualidades académicas reconocidas, ser auténticos, trabajar con pasión, respetar el disenso, reconocer que se puede aprender del más joven e inexperto, innovar permanentemente, participar en tareas que nos acerquen a la comunidad y por sobre todas las cosas que, nuestra imagen sea el fiel reflejo del médico y docente que imaginamos cuando, muy jóvenes e idealistas, pisamos por primera vez la Facultad de Ciencias Médicas .
La inteligencia artificial, para bien o para mal, terminará de demoler los restos de esta curiosa asociación entre la soberbia y el metal. (Jackemate.com)
(*) Médico – Jefe del Servicio de Clínica Médica del Hospital Escuela ‘Eva Perón’