Por Jorge Galíndez (*)
Frente a una sociedad que exige cada vez más respuestas contundentes, que descalifica al que se toma un tiempo para pensar, debemos aceptar ese riesgo y analizar en profundidad las decisiones trascendentes, tanto en la práctica profesional como en el diseño de políticas de salud.
En charlas informales o en calificados estrados escuchamos con frecuencia altisonantes expresiones acompañadas de una gestualidad corporal impostada que transmite, al desprevenido, seguridad y confianza. “No tengo dudas”, “Estoy totalmente convencido” expresaba un joven y calificado colega ante un complejo dilema clínico y agregaba en tono imperativo, casi ordenándonos a pensar como él “No tengan la menor duda de mi diagnóstico”.
Lo escuchaba en silencio mientras me hacía las dos preguntas que siempre me surgen cuando asisto a situaciones similares. ¿Qué tipo de personalidad refleja estas expresiones? ¿No estar del todo seguro de lo que me dicen, es bueno o es malo?
La primera me resulta fácil de responder apoyándome en los conceptos de Pilar Guerra Escudero, psicóloga clínica que define con claridad al arrogante como “aquel que viaja por el mundo (su mini planeta) con un visado muy particular: creerse superior a los demás y hacer sentir inferiores al resto de humanos, infravalorándolos”, aclarando que en lo profundo no es nada más que un mecanismo defensivo que pretende ocultar justamente lo contrario, fragilidad y vulnerabilidad.
María Eugenia Sidoti en su ponencia “El beneficio de la duda” me conduce a responder mi segunda inquietud apoyándome en los grandes filósofos de la historia que se ocuparon del tema.
De ellos extraigo sólo algunos de los tantos ejemplos con los que me encontré. Aristóteles, 300 años AC ya afirmaba que «La duda es el principio de la sabiduría» Descartes, ese gran filósofo francés del siglo XVI, hizo de la duda su gran herramienta de pensamiento y señaló con firmeza “¿cómo llegar a la verdad sin poner en duda hasta las más profundas certezas?
Nietzsche hace dos siglos también habló de “esa cárcel cuyo candado es la total convicción de que las cosas son tal como se nos presentan”.
“Creer es muy monótono. La duda es apasionante” reflexiona con lucidez el filósofo contemporáneo mejicano Oscar De la Borbolla. Quien duda considera y reconsidera, pesa y sopesa, discierne y distingue.
Actualmente muchos pensadores siguen creyendo que dudar es liberador, un arma inteligente contra el conformismo.
Volviendo a la situación planteada al inicio, un colega derrochando una supuesta seguridad en el contexto de una sociedad que exige respuestas inmediatas, que no premia al que se demora, que no justifica a aquel que quiera enfocarse o tomarse un tiempo para tomar una decisión estaba claro que una duda a su aseveración podría interpretarse como inseguridad, debilidad y falta de determinación.
Pensé unos momentos y decidí no hacerle el juego atento a que valoraba que detrás de la fachada escondía su inseguridad.
Me acerqué, miré uno a uno al resto de los colegas que presenciaban en silencio el tenso momento que estábamos viviendo y frente a frente le dije en tono jocoso (a sabiendas que el humor es una herramienta que sí sorprende al arrogante, lo desestructura!).
“Yo sé que dudar tiene mala prensa pero te aviso que, desde la revolución rusa ya León Tolstoi nos enseñaba que la duda no destruye la verdad sino que la fortalece así que sigamos buscando evidencias que son las que nos faltan para un buen diagnóstico y déjate de maniqueos que ya somos grandes”.
Las caras serias se transformaron en sonrisas y nuestro amigo no pudo más que decir “che, la verdad, no estaba tan seguro. (Jackemate.com)
(*) Médico – Jefe del Servicio de Clínica Médica del Hospital Escuela Eva Perón